MARIA VIRGINIA JAUA – Tomado de salonKritik
Se equivocan quienes afirman que Melancholia de Lars Von Trier es acerca del fin del mundo, o que es la primera película de ciencia ficción del cineasta. A lo sumo habría allí algo así como un intenso preludio del hundimiento de un mundo, uno que nos es conocido, quizás demasiado, por ser el nuestro.
Dos cuerpos ocupan la pantalla. Desde dos puntos opuestos, ellos –los planetas cumpliendo el destino de su nombre- viajan poco a poco a su fatal encuentro: el punto en que se reunan en la geometría dará lugar a una enorme explosión y en consecuencia, a su destrucción. Suena el preludio de Tristán e Isolda de Wagner mientras en la imagen el planeta que habitamos es arrasado del mapa estelar por uno mucho más grande, llamado Melancholia.
Acaso la primera secuencia –el estruendo de un enorme paisaje en movimiento que ocupa toda la pantalla: una naturaleza muerta o a punto de morir: la de dos enormes cuerpos entrando en colisión, una enorme hecatombe en la pantalla cinematográfica, sea un apocalipsis diminuto, apenas un rasguño en la inmensidad del universo.
Porque como Justine, la protagonista que encarna Kirsten Dunst, -en un instante de lucidez visionaria- le confiesa a su hermana (quien se resiste a la desaparición) que nadie echará en falta un planeta en el que lo humano, lo tan demasiado humano se da a la vida en un eterno sufrir y en un prodigar el sufrimiento.
Esto es cierto, lo saben, lo sabemos. Pero no por ello hace menos trágico ese supuesto fin del mundo que nos implica. Trágico en el sentido más barroco y más alemán del término: el amor imposible en Occidente. Y ahí estamos, sentados frente a la pantalla. Sabemos que ese pequeño planeta en el que vivimos va a convertirse en polvo y cenizas, y entonces comienza en una suerte de retrospectiva el duelo por su desaparición. Sin embargo, aún no nos han contado qué cosa tan valiosa se perderá con ello. Y ahí, en diferido, comienza el filme…
Los novios hacen un viaje tortuoso en un coche demasiado grande y con tanta pompa, que quizás les impida llegar a su propio festejo. El camino ante la pareja es sinuoso, enrevesado, estrecho mientras que las aspiraciones son demasiado anchas y pretenciosas como el propio automóvil, que a cada vuelta se queda atascado “en el camino”.
Finalmente con muchas más horas de retraso, la pareja llega tarde a un festejo cronometrado. Y vemos cómo se desarrolla el guión casi operístico de lo que debería ser algo mucho más sencillo. Con un cuidado espíritu barroco se pone en escena algo ya degradado, ya muerto antes de ver la luz.
Porque lo que vemos ahí es el refinamiento de una cultura a la hora de llevar a cabo la ritualización de la institución que le da sustento pero también, vemos a la misma sociedad celebrar su deshaucio. Aferrada a la pantomima de las máscaras, pretende no darse cuenta de la ritualización del simulacro. Arranca la secuencia en la que la institución familiar queda hecha añicos, ante la mirada inocente de los recién casados. Primero los padres de Justine: la madre una mujer cínica que se ha volcado en sí misma con amargura «yógica»; el padre, un hombre que sobrevive gracias al humor de una actitud infantiloide y absolutamente desobligada. Casi de inmediato, entra en escena el jefe de Justine un hombre sin escrúpulos acostumbrado a instrumentar a las personas y a ejercer de la manera más vulgar el «poder», que incluso violenta y atormenta a lo largo de la interminable ceremonia lo que entonces debería ser sagrado e inmaculado: una novia el día de su boda. Y finalmente, la pareja que conforman Claire (la hermana de Justine) y su esposo quienes organizan la maravillosa y lujosa fiesta, en la que se escenifica el drama y quienes a pesar del evidente desmoronamiento intentan que todo siga “como si nada”: cualquier cosa menos salirse del guión establecido.
Pero por si eso no fuera poco, falta el retrato del novio. Un joven un poco demasiado sonriente y melifluo, que -a la hora de los discursos y los votos- no alcanza a expresar en palabras algo verdadero por el ser amado, en medio de toda aquella reluciente mediocridad embriagada. Ni siquiera cuando finalmente -a solas- busca demostrarle su amor a la novia y le muestra con gran emoción su regalo de bodas en una fotografía: un manzanar con el que siempre ha soñado y en el que se proyecta en un futuro de vejez adelantada. En ese–ahora sí- discurso articulado se revela no un regalo de amor y de entrega hacia ella, sino un acto egoísta y vulgar que quiere hacer pasar lo que no es, sino en el que se revela un “retiro”, un abandono prematuro de la vida, enmascarado en un falso acto amoroso. No hay allí, más que una promesa incumplida y devaluada: una vida ya apagada.
Así de brutal se nos presenta la pérdida de brillo de aquello que se pretendía metal noble. Y lo que supondría el sueño del hombre (en este caso mujer) en una civilización como la nuestra es decir: la boda, el castillo, el coche, el lujo, el ascenso profesional, la sociedad presente, asintiendo y dando su visto bueno, como corolario de una vida «lograda», van sumiendo a Justine en un profundo abismo del que ya no le será posible salir.
Dice Freud que en la patología del melancólico los reproches de este a los otros, muchas veces están dirigidos a sí mismos, por una vía torcida. Y quizás tenga razón. Quizás Justine “desprecie” a los demás, al saberse ella misma igual de mezquina y miserable como quienes la rodean y aseguran quererla. O quizás no, quizás ella persiga una experiencia de «plenitud» de la que se sabe excuida.
Claire, que conoce y sabe que su hermana tiene ese temperamento “melancólico” y una sed insaciable, se lo reprocha, pero es algo mucho más fuerte que ella, contra lo que no puede hacer nada, como la fuerza de gravedad que atrae un planeta hacia otro y que ocasionará su mútua desaparición.
Una vez más, coincidimos con Freud cuando apunta que la Melancolía es un estado de ánimo profundamente doloroso, en el que cesa el interés por el mundo exterior, se pierde la capacidad de amar, se inhiben todas las funciones y disminuye el amor propio.
Una vez que Justine renuncia a la vida de “casada”, al “éxito” profesional y lleva a cabo su “suicidio” social en público el mismo día de su boda, se derrumba y cae en una depresión tan profunda que es incapaz de moverse y de llevar a cabo cualquier actividad. Será su hermana quien la socorra. El personaje de Claire, interpretado por Charlotte Gainsbourg, es la contraparte “femenina” de Justine (Freud diría la contracarga). Y aquí ocurre el desdoblamiento que ya en Antichrist se sospechaba en la mujer, esas dos fuerzas en pugna en su interior, ahora «representadas» por cada una de las hermanas.
Pues mientras Justine, atravesada por la Melancolía, es una herida abierta, un ser desgarrado, acepta la desaparición del planeta con una actitud que casi nos atreveríamos a calificar de íntegra; incluso llega a parecerle que el fin del mundo, de este, es algo necesario o sin mayor trascendencia y se entrega a la destrucción. Mientras que por el contrario, Claire es madre, y su instinto la hará rebelarse en defensa de la continuidad de la especie. Es ahí donde la dualidad y la pulsión de vida-muerte/ caos-orden /civilización-naturaleza entran en conflicto.
Resulta curioso que la figura del esposo de Claire, John, también repita algunos rasgos de Anthicrist, la película anterior de Von Trier. El hombre que encarna el “progreso” por la técnica. Y aquí la Ciencia falla una vez más. Ni los dispositivos más avanzados y sofisticados podrán salvarlo de aquello que subyace en el corazón del origen y el fin de la vida, y que es algo que lo sobrepasa. El podrá aferrarse a la última generación de telescopios y a los avances de la ciencia, pero un simple alambre sujeto a un palito hecho por un niño resulta tan eficaz para calcular el acercamiento inminente del planeta que chocará contra la Tierra. Y con ese simple detalle, el cineasta nos dice que la capacidad de visión de un hombre primitivo y éste -que cuenta con la teconología más avanzada- es irremediablemente la misma.
Cuando Melancholia amenaza con colisionar nuestro planeta, Claire pensará en la salvación de su hijo antes que en su marido –incapaz de soportar el fracaso de la ciencia, que es el de la civilización toda- o en ella misma. Su fuerza “terrenal” la liga a la vida y a su reproducción, así la escena surreal y en cámara lenta que la ata con más fuerza en su deseo de fuga; mientras que Justine (la alusión a Sade en el nombre tampoco será ingenua), obedecerá a una fuerza “oscura” de destrucción y a una pulsión erótica tan fuerte que en una noche clara entregará su cuerpo al placer desinhibido al «otro» que en unas horas la destruirá.
Melancholia podría ser entonces sí una película vagamente tarskovkiana de psico-cienciaficción sobre las constelaciones “familiares” y la relación del hombre moderno con lo que en astrofísica han llamado “materia oscura” y que no es otra cosa sino todo aquello que compone el universo, que permanece oculto al hombre y de lo que se ignora todo. Pues de él, del Universo, se dice que sólo es visible un cinco por ciento de la totalidad, lo demás son sólo tinieblas…

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