Por Alexis Moreano Banda
A manera de anécdota contaremos que hace poco esta cinta ha sido electa por «Cahiers du Cinema» como la mejor de lo que va del siglo.
Tuve la suerte de haber visto por primera vez Mulholland Drive en una de esas pequeñas salas de barrio que consiguen aún vivir de la reprogramación de películas inmortales o mal queridas. No hacía ni tres meses que el filme de Lynch había sido estrenado, pero la implacable lógica del mercado había decidido que su lugar no estaba más en los modernos complejos multipantallas, a pesar de su relativo éxito de público, sino en los circuitos derivados o paralelos. Tuve suerte, digo, por un lado porque me cuesta imaginar un lugar más propicio para descubrir una obra fílmica cuya contemporaneidad (radical) está a tal punto habitada por los fantasmas del cine que fue; pero por otro lado, también porque mi encuentro con la película se dio en un momento en el que el descubrimiento todavía podía ser total, integral, pues nada podía conocer ni del filme ni de las innumerables (y más o menos delirantes) exégesis de las que ha sido desde entonces objeto. De ahí que sería prudente que pares la lectura tras este párrafo si no has visto todavía el filme, y que la retomes luego si acaso necesitaras aún un impulso para volcarte a verlo de nuevo. Y es que allí donde Mulholland Drive se te presenta en primera instancia como un enigma, es sólo a partir de la segunda visión, cuando crees detener las claves que te permitirán desmontar los enredos de su ficción, que la película se te revela como lo que es realmente: un misterio.
Cierto es que toda película digna de llamarse tal necesita ser vista más de una vez para ser plenamente comprendida. Durante la primera visión, nuestra atención es constantemente solicitada por la evolución de la “historia” que se cuenta, y sólo mediante visiones repetidas, cuando conocemos ya los desarrollos del “relato filmado”, podemos empezar a discernir las particularidades del discurso propiamente fílmico. La originalidad mayor de Mulholland Drive, más allá de constituir una expresión particularmente lograda del a la vez sofisticado e inquietante estilo personal de su autor, está en su capacidad de reconfigurarse enteramente con cada nueva visión, de conducirnos por rutas siempre cambiantes hacia el centro de su enmarañado universo, y dejarnos cada vez con la misma impresión de no haber hallado aún el hilo de Ariadna.
Así, una primera visión del filme sugeriría que todo lo que vimos a lo largo de la primera parte sería el producto del delirio de Diane, y que sólo en la parte final accederíamos a la “realidad” del personaje. En lo que aparece como la secuencia fantástica, Betty/Diane encarna el sueño de la chica de provincia que llega a Hollywood a probar suerte, pasa exitosamente sus audiciones, descubre el amor y se ve envuelta en una intriga digna de Hitchcock. Durante esta larga secuencia, todo gira en torno al sueño hollywoodense, y todo sucede como en las películas, pero la parte final nos sugiere que nada de ello es verdad, que todo es ilusión, y que la realidad es infinitamente menos glamorosa. Desde esta perspectiva, la inolvidable escena del Teatro Silencio aparece como la instancia final del sueño, el momento en que la conciencia empieza a retomar control sobre la mente (“no hay banda”) y el cuerpo (los espasmos de Betty). La historia de Betty y Rita se prolonga aún por unos pocos minutos, hasta que entramos de lleno en la secuencia de cierre y terminamos por aceptar, lentamente, el carácter puramente fantástico de lo hasta entonces visto. Alternativamente, se podría pensar también que la primera parte describe efectivamente la “realidad” de los personajes, con lo que la historia de Diane aparecería como la alucinación paranoica o esquizofrénica de una Betty cuya mente habría soportado mal la pérdida de la inocencia. O incluso se podría considerar, como alguien lo ha propuesto, que la historia de Betty y la historia de Diane constituyen dos “realidades” que coexisten, ya sea en dos dimensiones distintas o paralelas (dos vidas disímiles pero igualmente posibles), ya sea en una única dimensión, como las caras opuestas de una misma moneda.
Lo cierto es que la película nos da los suficientes elementos como para apuntalar cualquiera de éstas u otras lecturas posibles, pero contiene a su vez otros que las ponen todas en entredicho. A veces, basta con remarcar un elemento fugaz (la manera en que está escrito el nombre de Betty en el sobre que le habría dejado su tía), una citación (Betty viste el traje gris de Kim Novak en Vértigo), una homofonía (“Dan” y “Diane”), o el uso incongruente de un banal elemento de utilería (la llave azul, el cenicero en forma de piano) para que todo el edificio bascule. Todo el arte de Lynch está en haber concebido su película como un rompecabezas singularmente complejo, en el que algunas piezas llaman naturalmente a las contiguas, mientras que otras parecieran caber en cualquier parte y muchas en ninguna.
Al final, e independientemente del camino por donde se ingrese y de hasta donde se avance, uno queda siempre con una imagen general pero incompleta, con tantos huecos por llenar como con piezas en las manos, y con la certeza de que si no todo parece tener sentido, la película no es por ello menos consistente, porque todo hace sistema.
Verdadero prodigio de la puesta en escena, Mulholland Drive es además una profunda y pertinente interrogación sobre la naturaleza y el destino del arte cinematográfico en un momento en el que su porvenir se ha tornado incierto. En cierta medida, Mulholland Drive es el Sunset Boulevard de nuestra época – una película poblada por el cine que le precedió pero del que al mismo tiempo busca distanciarse, a la vez ceñida a la tradición y radicalmente vanguardista, melancólica pero enérgica, que lo mismo celebra que escupe sobre la “fábrica de los sueños”, que grita su vitalidad cuando nos cuenta su propia muerte. A fin de cuentas, nada puede reflejar mejor al cine que una película en la que nada es lo que parece, que ostenta sus incongruencias y no cesa de repetirnos que en ella todo es ilusión y artificio, pero a la que volvemos sin embargo una y otra vez, porque nos resistimos a creerle, porque no podemos dejar de creer en ella.

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