Por Andrés Barriga
El tren más difícil del mundo, documental de Daniel Wyss se queda en la mera anécdota.
Daniel Wyss, realizador de El tren más difícil del mundo, no tiene el estómago apto para la comida ecuatoriana, dice su propia voz de narrador. Hay documentalistas, a veces algo románticos, que aseguran que el documental es una cuestión de cuerpo. Que es necesario estar presente en persona y ser persona en el momento del rodaje. Y si de cuerpo se trata, de estómago también. Yo soy de los que piensan que no es necesario estar en un rodaje pero si ser. No hay nada de lo cual ser testigos sea una necesidad: la realidad del rodaje no corresponde a lo que necesariamente busca el cine, inclusive el cine documental. La realidad no es su imagen representada sino lo que de ella se puede decir, interpretar, y para ello no es necesario estar con el cuerpo pero sí con el estómago.
El tren más difícil del mundo es una de esas películas, como otras, que hubiera sido mejor no hacer. Hay algunos documentales –europeos muchos de ellos– que cumplen con la función del psicólogo. Su motor principal es resolver traumas mentales y morales bloqueados entre los órganos reproductores y el soplo del habla.
Wyss hace un documental que se estructura básicamente por su doble nacionalidad suizo- ecuatoriana y un momento de su vida en el que debe escoger donde instalarse: entre el Ecuador, país materno de su infancia, y Suiza país paternal de la edad adulta. Por el otro lado Wyss desempolva un filme amateur hecho por su padre (tal vez lo mejor del documental) que retrata el camino férreo ecuatoriano en los años ochenta. Es importante mencionar que el abuelo suizo del realizador trabajó en el sistema de ferrocarriles de su país y que al jubilarse, con sus ahorros, se compró la maqueta de un tren que luego legó al nieto, y con el cual ahora Daniel juega delante de una cámara de la televisión suiza. Cual diván de consultorio, el filme funciona para provocar la verborrea nostálgica y patrimonial del helvético. Además sirve para ver al Ecuador como un paisaje donde los trenes que sobreviven hacen zigzags al filo del abismo, es decir, como pinturas de Gonzalo Endara cuyos trenes de bambalina vuelan como juguetes suizos sobre las tejas de la serranía andina.
Las preguntas extraíbles de El tren más difícil del mundo son seguramente :¿de dónde venimos y a dónde vamos? y ¿desde dónde hablamos y a quién nos dirigimos? Es evidente que el interlocutor ideal de este bonito documental es el televidente de la televisión regional de Europa occidental, es decir, los mismos a quienes conmueve el naïf de Endara.
El cineasta finalmente resuelve bien su dilema: ahora que es ciudadano helvético decide instalarse en el país donde los trenes son menos difíciles y donde la memoria no existe únicamente en la cabeza de los jubilados nostálgicos. Wyss decide ser neutro como su país, donde en lugar de armas de fuego hay navajas multiuso y donde los trenes llegan a la hora de los relojes que ahí se fabrican. Pero en realidad creo que lo que le interesaba era la pensión del seguro social suizo. Viniendo desde ahí hubiera preferido ver algo sobre la banca suiza y la expoliación de bienes a los judíos después de la guerra, o averiguar sobre las cuentas de los tiranos tercermundistas cuyos ceros se reproducen a vista y paciencia de los capitalistas.
En la duda de estar en Europa o el Ecuador, miles de ecuatorianos ya han decidido irse y otros quisieran hacerlo. Lo de Daniel Wyss corresponde a continuar lo que su padre, con nostalgia, ya había heredado del viejo ferrocarrilero. Desgraciadamente el filme no contribuye con más que una tarjeta postal, que aunque es justa, es sólo eso.

 

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