En su momento, la película alemana La ola significó un remesón por mostrar la perpetua posibilidad de que las sociedades caigan en manos de regímenes tiránicos. Hoy su argumento parece ser parte de las informaciones de actualidad.
Por Santiago Rosero
Es que toda fe ejerce una forma de terror,
tanto más temible cuanto que los «puros» son sus agentes.
 -Emile Cioran
Una mañana de abril de 1967, a Ron Jones, profesor de Historia en el Cubberley High School, en Palo Alto, California, un alumno le preguntó cómo era posible que muchos alemanes que vivieron los años de la Segunda Guerra Mundial aseguraran no saber nada sobre el genocidio cometido contra el pueblo judío. A los estudiantes les resultaba inconcebible que gente de diversos estratos sociales se desentendiera de lo que fueron las cámaras de gas y los campos de concentración. Para responder y explicar la forma en que operó el nazismo, Jones montó un experimento, un modelo de sociedad autoritaria en el que él se impuso como el líder autócrata y sus alumnos fueron los ciudadanos que se plegaron a sus dictados. Durante una semana, el profesor aplicó reglas diarias que alteraron por completo el desenvolvimiento de la clase. La disciplina cobró un tinte marcial, los alumnos empezaron a actuar de manera colectiva asumiendo que lo hacían por un ideal común, superior e ineludible; pero así como en términos académicos afloró un mayor nivel de reflexión ante los asuntos abordados, rápidamente también aparecieron las señales de un entusiasta fanatismo. Al experimento, el profesor Jones lo llamó la Tercera Ola, apoyándose en la consideración del mundo del surf de que la última de una serie de tres olas es siempre la mayor y la que llega con más fuerza.
La experiencia quedó olvidada, con cierto pudor, durante varios años, hasta que en 1976 Jones la publicó como relato en una colección de su autoría, y enseguida logró gran repercusión mediática. En 1981 la cadena estadounidense ABC produjo una película televisiva de mediana calidad, y ese mismo año el escritor Todd Strasser adaptó el guion del telefilme y lo publicó como novela. La secuencia continuó con la versión cinematográfica que en 2008 estrenó el director alemán Dennis Gansel (La ola), y que además de haber sido recibida con mucho interés en Alemania (2,3 millones de espectadores), significó un remesón debido a que mostraba, de manera clara y aparentemente incontestable, la perenne posibilidad de caer en las garras de un régimen tiránico.
En La ola de Gansel, el argumento es muy similar al de las obras que la precedieron. Rainer Wenger, profesor de Historia en un colegio alemán, dicta un curso especial sobre autocracia. Concibe el experimento y durante una semana impone reglas que si bien encuentran resistencia en unos pocos rebeldes, son aceptadas con fervor por la mayoría. La disciplina estricta, el sentido de lo colectivo, el uso de un uniforme y de un saludo oficial para diferenciar a los adeptos de los herejes, son los motores del nuevo accionar. Tanto en el experimento original como en la película, existe el personaje arquetípico -solitario, desesperado, impulsivo- para quien La ola (el movimiento, esa forma de fe) se convierte de un día a otro en el camino a la salvación.
Tim, el personaje en cuestión, es también el recurso maleable de una película que pareciera haber sido creada con expresas intenciones pedagógicas. Con él, o gracias a él, la historia es capaz de llegar al máximo drama posible. Al sentirse de nuevo perdido cuando entiende que La ola había sido una ficción, Tim mata y se suicida. No existió tal final en el experimento original, y si el director quiso adaptarlo de esa forma para su versión, fue acaso porque prevaleció la voluntad didáctica de mostrar los alcances del fanatismo. La película no se satisface con sugerir. Como el sustento su trama, induce.
Es preciso considerar la época en que apareció La olapara analizar sus intenciones y el efecto que provocó. Si bien en 2008 ya existían los primeros modelos de redes sociales, éstas aún no tenían la determinante incidencia que hoy tienen en la vida de gran parte de la humanidad. Tampoco entonces había emergido todavía el fenómeno de los islamistas radicales con las guerras en Siria e Irak como contexto; ni los grupos de neonazis de Europa del Este habían cobrado una nueva vitalidad; ni teníamos en la palestra de la geopolítica mundial a Trump (Presidente de Estados Unidos), Erdogan (Presidente de Turquía), Orbán (Primer ministro de Hungría) y Salvini (ministro del interior italiano), por mencionar unos cuantos líderes despóticos que aún en un marco de aparente democracia operan para impulsar políticas cada vez más doctrinarias. En su momento (que si lo vemos bien fue apenas ayer) La olapudo haber generado un oportuno estremecimiento. Hoy sus alcances pedagógicos hacen parte de las informaciones de actualidad.
El cine no queda inhabilitado ante este hecho, pero sí se ve desafiado. Cabría una adaptación a los tiempos que corren, o incluso la anticipación como recurso de su posibilidad ficcional. Sobre esto último, permitiéndonos una referencia del campo de la literatura (después de todo La olaes un derivado de un inicial soporte narrativo), es pertinente pensar en Sumisión (2015), la novela donde Michel Houellebecq imagina a la Francia de 2022 bajo la presidencia del líder islamista Mohammed Ben Abbes (el fanatismo ha triunfado). Sobre lo primero, la adaptación a los tiempos que corren, resulta automático pensar en el protagonismo que tiene la comunicación virtual en el desarrollo de las derivas radicales.
En una entrevista con Vanity Fair, Dennis Gansel declaró: “Si hiciera un remake de la película en el presente, añadiría las redes sociales. Creo que lo han cambiado todo.
Por ejemplo, si quisieras impulsar La Ola, solo tendrías que filmar a un amigo siendo agredido por gente de otros colegios, y podrías subir el video y decir ‘nos están atacando, tenemos que defendernos y ser fuertes’. Inmediatamente, la gente te seguiría aún más».
“No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo”, escribe Emile Cioran en Genealogía del fanatismo. “Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables?”. De algo podemos estar seguros: el sectarismo es un monstruo de mil cabezas y no es patrimonio exclusivo de las ideologías ni las religiones. Permanece como un germen latente en el entramado descompuesto y desesperado de las sociedades. Una chispa puede inflamarlo en cualquier momento. Pensemos en la ola que levantó un rumor infundado en Posorja, provincia del Guayas, en octubre de 2018. Por redes sociales se dijo que tres individuos habían intentado secuestrar a dos niños. Una multitud descontrolada asesinó a esas personas en la vía pública. Nunca hubo el intento de secuestro. Eran ladrones comunes que robaron dos celulares y 200 dólares.

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