Por Juan Carlos Moya*
El exorcista plantea una pregunta que nos aterra: ¿por qué motivo la uña de la corrupción moral, sexual y espiritual rasga el pijama de una niña de 12 años?
Cuando Regan se flagela con una cruz (La cerda es mía, grita el espíritu impuro que la posee), no solo que la niña endemoniada escupe sobre las sagradas escrituras católicas, sino que también está representando la caída moral de una familia y de una menor de edad en las sombras oscuras y vulgares del mal.
La degeneración es un asunto irreversible, dado que somos esculturas abandonadas al páramo de la existencia, destinados a ser transformados por los vicios y pasiones. Yourcenar hablaba de la belleza de las esculturas derruidas como una metáfora de la existencia, destinada a corroerse…
Somos ángeles que nacemos puros e inocentes (es un decir retórico) pero con el paso del tiempo dentro de nosotros se va cocinando litros de bilis, venenos, odios, demonios interiores que tratamos de sublimar, pero como ya lo sentenció poéticamente Freud, apenas nos espera la neurosis, o peor aún, el vacío: ese hueco interior a partir del cual creamos o miramos el mundo.
El exorcista, dirigida por William Friedkin (Conexión en Francia) no solo es una película donde una posesión satánica mueve los hilos y nervios de una familia. Como lo ha dicho William Peter Blatty, el guionista de la cinta (y escritor de la novela que inspiró el filme): “Esta película es un lazo de amor, y sacrificio por el triunfo de la bondad, del bien”.
Y esta afirmación se materializa justo en la escena final, cuando el escéptico padre Karras se inmola para que la niña poseída se libere del mal.
Hay varios vacíos emocionales que deja la película y que son motivo de inquietud.
La ausencia del padre de la niña, por ejemplo, y su actitud displicente e irresponsable, un hombre ausente del hogar, fantasma que remarca en la niña una indefensión que se vuelve símbolo.
Otra ausencia, y que va sumando, es que El exorcista nos enfrenta a una ausencia de fe en todos sus personajes. Tanto Chris MacNeil (Ellen Burstyn), la madre de Regan, como el padre Lankester Merrin (Max von Sydow) han perdido la fe y deambulan vacíos por lo mundano.
Pero esta fe extraviada no proviene de un templo de oración o predica de una religión. Sino es un asunto metafísico más poderoso y conmovedor, se trata de la fe en lo humano. Por ello, el padre Merrin ha dejado de creer en su Dios para pasar a creer en sí mismo.
El exorcista nos invita a volver a lo terrenal/infernal, pero advirtiendo las posibilidades de sucesos que están más allá de lo tangible. Un descenso a las cloacas de los hombres, esos infiernos personales.
La cinta también trasluce el vacío moral de la iglesia. Una institución alejada de su sociedad. Enclaustrada y a la deriva: se sugiere su pérdida de devotos, en una sociedad con tendencias ateas o sencillamente escéptica.
De este modo, uno de los primeros en morir es aquel cura dicharachero (con acento libertino) que bebe y toca el piano, al que la niña MacNeil le anuncia: «Tu morirás allá arriba». Ipso facto, la niña descarga su vejiga sobre la alfombra como un animal premonitorio.
La verdad tiene estructura de ficción, sostiene Lacan. Y en un panorama sin sentido, sin fe, sin dios, lo más idóneo es que se suceda la posesión de la fantasía, el advenimiento del demonio. Y gracias a él, a Satanás, iremos explicando la pobre vida de los personajes que deambulan por Georgetown, Washington D. C. (centro político del mundo).
Todo en El exorcista, incluidos sus planos oscuros y gélidos, visto más allá de su alegoría bíblica, es una metáfora de una década beligerante donde el gobierno de Estados Unidos —su tino político— era una vaca ciega en una cristalería.
En 1973, año en que se estrenó El exorcista, gobernaba como presidente de los Estados Unidos el inefable Richard Nixon, hombre de pocas luces y paranoia desmedida. Nixon tenía un ratoncillo a la oreja: un roedor que le dictaba consejos llamado Heinz Alfred Kissinger (nacido en Fürth, Baviera, de familia judío alemana). Kissinger, a quien parece le encantaba el sonido de las botas entrando en países vecinos y la sinfonía de las balas (venta y compra de armas) ganó el Premio Nobel a la paz justamente en dicho año, 1973.
En la película, dentro de la servidumbre, hay un alemán que deambula por la cocina oficiando de mayordomo. Uno de los personajes del filme, el que funge de artista, ebrio y alterado, arremete contra el alemán acusándolo de genocida…
No sé si Kissinger habrá visto la escena… pero quizá le habría sonado unas campanitas en sus oídos o en su larga cola…
Alguien que parece sentir asco ante el contexto social y humano de esta época, 1973, es el padre Karras. Un emigrante que suele caminar cabizbajo y con la mirada inyectada de dolor, un cuervo de pelo negro cuyos estudios en psiquiatría no le han servido para explicarse o a sublimar sus inquietudes. El vacío de Karras es no hallar tampoco respuesta en sus estudios médicos. Su vida no tiene donde pisar firme, ni en la fe ni en la razón.
Entonces, todo se le viene abajo cuando su anciana madre muere sin que él pueda verla, debido a que la contemporaneidad exige cada vez más abandono de los unos con los otros.
Karras es el dolor de esa época: invasiones, guerras, se instauraba el ‘Plan Cóndor’ en Latinoamérica, las potencias mundiales incrementaban su carrera armamentista: estaba claro que ya veían en Medio Oriente un lago de petróleo para saciar su sed.
Karras por otra parte es un antihéroe, la oveja negra de la iglesia, pero a la final del camino el redentor de la niña.
En el cine, cuando una obra de arte irrumpe, deja secuelas y metáforas, imágenes que se convierten en íconos, patrimonio visual, universo filmográfico.
El exorcista tiene el peculiar hechizo de dejarnos en la mente escenas que se quedan grabadas como espinas.
La escena cuando el padre Merrin (quien ejecuta el exorcismo de Regan) se planta en medio de una neblina parcial ante la fachada de la casa (ubicada en el número 3.600 de Prospect Street Northwest, rodeada por el río Potomac) es una marca de terror indeleble en quienes amamos esta película de culto. La sugerencia y la omnipresencia de lo desconocido es tan letal que debe ser el fotograma (imagen) más afincado en la cultura popular del cine.
A mi gusto, adoro por ejemplo la escena cuando Merrin desentierra la cabeza de Pazuzu en una excavación arqueológica en el norte de Irak. Vuelvo a ver cien veces más aquella escena cuando Karras, a solas, y en la noche escucha la cinta del magnetófono donde el diablo gruñe y habla en lenguas.
Y varias noches, varias, he despertado con la frente perlada de sudor luego de haber salido de una pesadilla pavorosa: el padre Karras cayendo por esa escalinata contigua a la casa maldita, cuando se inmola/entrega su cuerpo al demonio para que lo posea a él y abandone a la niña trasgredida por el mal y la corrupción.
Hoy tenemos, gracias a la sala de cine Ochoymedio, la oportunidad de mirar este clásico del cine de terror que alcanzó 11 nominaciones al Óscar, ganando dos. Estrenada el 26 de diciembre de 1973, El exorcista es una pesadilla social que la atesoramos con cariño, porque quizá ya no queremos que se vaya de nosotros ese espíritu inmundo que nos poseyó al ver a Linda Blair vomitar verde o girar su cabeza mientras reía maligna.
Imposible cancelar esta cita con Pazuzu… The power of Christ compels you!(El poder de Cristo te ordena).
Juan Carlos Moya. Escritor. Autor de la novela Caballos en la niebla. Dicta seminarios de PNL. Ha trabajado en prensa, radio y TV.

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