Por Rafael Barriga
Sara la espantapájaros es el primer largometraje infantil producido en el Ecuador. La cinta fue concebida y realizada por la Fundación Mirarte, en Otavalo.
En Otavalo, la familia trabaja junta para sembrar y recoger el maíz que allí se cultiva. Padre, madre e hijos confeccionan espantapájaros para evitar que la cosecha se arruine. Viajando por los pueblos de la región, el escritor Luis Flores Ruales vio algo que nunca se había imaginado: alguien había construido una espantapájaros de sexo femenino. Flores se preguntó si semejante ocurrencia no atraería a las aves en vez de espantarlas. Ese fue el inicio de la concepción de la historia de la película Sara la espantapájaros, realizada totalmente en las zonas rurales de Otavalo.
Flormarina Montalvo es la directora de la Fundación Mirarte, colectivo que impulsó y produjo este largometraje. Ella, otavaleña de nacimiento, es también la actriz principal de la cinta. Durante varios días viene a visitarme para hablarme de su película y de su trabajo, y para organizar el estreno del filme. “Esta película quiere difundir la tradición oral de los pueblos indígenas” dice, mientras me muestra algunas imágenes de la cinta. En Sara la espantapájaros, algunos de los personajes principales provienen de la rica tradición cuentera y de oralidad de los pueblos kichwas de la región. “Son seres mitológicos de la región andina: el Taita Churo, el Duende de la música, la Kurikinga, son personajes que han existido por siempre, y que para nosotros están vivos” dice Montalvo. “Hace algunos años hicimos una investigación para conocerlos mejor, y publicamos un libro con veinte cuentos tradicionales. De estos cuentos tomamos los personajes principales. Algunos de ellos fueron usados para la película”.
La cinta cuenta la historia del joven Yuyari, hijo mayor de una familia dedicada al campo. Él construye una espantapájaros con tanta pasión, que al poco tiempo la espantapájaros cobra vida. Ella ve las montañas y empieza a pensar en un sueño: volar. Para ello, deberán encontrar al Taita Churo, refundido en las montañas, en el bosque hablador, que le dará a Sara la clave para cumplir su sueño. Durante el viaje, la pareja se encontrará con personajes de fantasía: el guambra chivo, la vieja Chificha, el árbol andante, entre muchos otros. Luis Flores Ruales escribió esta historia original, tonificando la trama con la infinitud de la cosmovisión de los indígenas, y teniendo también como principal personaje a la inmensidad de los Andes.
Fundación Mirarte contactó al experimentado cineasta lojano Jorge Vivanco, quien se encontraba en Otavalo dirigiendo el filme Pisada en falso. “Le convencimos para que lidere unos talleres de actuación previos al rodaje de Sara la espantapájaros, y para que dirija la película” dice Montalvo. Vivanco realizó, en la década de los ochenta y junto a Camilo Luzuriaga, un verdadero clásico del cine nacional: Chacón maravilla, cortometraje pionero del cine hecho para niños en el Ecuador. “Chacón maravilla y el trabajo de Jorge Vivanco nos inspiraron para querer hacer una película infantil”, confiesa Montalvo. “Encontramos en Jorge a un ser humano que lejos de pretensiones económicas, quería contar esta historia, y que trabajó ocho meses con nosotros”.
Le pregunto a Flormarina lo de siempre: ¿cómo se financiaron?, ¿cuánto duró el rodaje?, ¿cuánta gente trabajó?. “La película costó 80 mil dólares, financiados gracias a patrocinios del gobierno municipal de Otavalo, la UNESCO, y auspicios de Cementos Lafarge, CARE, el Ministerio de Cultura, y varias empresas públicas y privadas. Pero el costo real es mucho mayor, pues muchas de las 40 personas involucradas en la producción de la película lo hicieron cobrando mucho menos de lo normal”. Gabriela Rivadeneira fue la coordinadora general, Jorge “Chino” Medina y Gilberto Rodríguez fueron los jefes de producción, Juan José Luzuriaga el director de sonido, Pablo Caviedes de arte y Rogelio Viteri de fotografía. La música de la película fue realizada por el grupo Yarina, integrado por la familia Cachimuel, músicos radicados en Boston, Estados Unidos desde hace varios años. Ellos son verdaderos embajadores de la música andina en el mundo, y regresaron a Otavalo para escribir y tocar los veintidós temas que aparecen en la película.
Flormarina está consciente de que el proceso de la película, que lleva ya dos años y que tiene ya el producto acabado y se estrena este mes en Ochoymedio, recién empieza. “Queremos llegar a la mayor cantidad de niños y jóvenes. Va a ser un esfuerzo de difusión y socialización en las diferentes instituciones educativas pertenecientes tanto al sistema de educación hispano y al sistema de educación bilingüe intercultural. Los maestros tendrán acceso a una guía didáctica y dispondrán de una versión de la película en formato DVD para trabajar en el aula. A través de la película, se aportará a generar procesos de debate y diálogo acerca de la tradición oral, saberes, derechos colectivos, e interculturalidad”.
Es evidente que Sara la espantapájaros es pionera en el largometraje infantil. Pero además lo es como potente arma de entendimiento intercultural cinematográfico. “Queremos que esta película nos haga vernos de otra forma” finaliza Flormarina Montalvo. “ Queremos que nos haga aprender de la sabiduría de la naturaleza. Vivimos en una sociedad racista, y esta película trabaja mucho en lo multicultural. Este es un aporte no solo para el cine, sino para la cultura del Ecuador”. Sus palabras están llenas de razón.
Anexo
Un nuevo mundo
Los pájaros se están comiendo el maíz en la chacra familiar. Yuyari hace una espantapájaros con tanta entrega y energía, que el ser de paja cobra vida. Después, la fidelidad de Yuyari es digna de emoción. No solo que con sus manos construye una espantapájaros de gran estética, sino que él no la abandonará nunca, aun cuando los sueños de Sara, la espantapájaros, son los de volar y ser libre de todo y de todos. Yuyari y Sara construyen su historia de amor en medio de parajes idílicos. Él es el dueño de la tierra y de los sueños: un hombre joven indígena de Otavalo, que ayuda a sus padres a sembrar el campo. El creador de una utopía. Ella recibe vida y se inquieta con el serpenteo del horizonte: las montañas no se mueven. Es el cielo sobre ellas lo que tiene cadencia. Sara la espantapájaros habla de esta amistad que solo al final se convierte en amor. Esta es una relación de personas nuevas en la vida, que solo puede ser cristalina, como el “ojo de agua” en medio de los Andes. Pero el filme cuenta, sobre todo, que entre estas montañas de una belleza única, entre las planicies dotadas de infinitas cuadrículas de sembríos de maíz, hay una imaginación y una quimera. Hay una cultura de miles de años que ha creado sus propios seres mitológicos. La película producida por la Fundación Mirarte y dirigida por Jorge Vivanco, encuentra estos elementos simbólicos y con gran habilidad los pone en la pantalla: la vieja Chificha –boicoteadora de sueños–, el Taita Churo –dador de sabiduría–, la Kurikinka –dueña y señora de los cielos. La relación de la familia indígena con la tierra que trabaja; la relación de los hombres, las mujeres y los niños con la naturaleza; la naturaleza como personaje que siente y sabe; la cosmovisión andina y su larga historia, son todos elementos que hacen de Sara la espantapájaros un filme distinto, de aquellos que no se olvidan fácilmente, y que no pretende –cosa rara en el cine ecuatoriano– dar lecciones ni ejemplos. Solo cuenta un cuento. Un cuento de fantasía y amistad. Vi Sara la espantapájaros junto a mi hijo de cinco años. Es, me dije a mi mismo, una película dirigida a los niños, y al verla con él, seguro que podré aprender algo. A Emilio le gustaron los murmullos indescifrables de la naturaleza, el verdor incalculable de la montaña, y el alma de ángel de Yuyari. “Quisiera ser tan bueno como él”, dijo. Le gustó la templanza del relato, rió con el guambra chivo, temió a la vieja Chificha. Emilio, un niño citadino, nacido y criado a punta de televisión por cable y películas de la matiné del Cinemark, no dudó en conmoverse y encontrar el mensaje en la trama y la diferencia en la estética. Pensé, al verlo disfrutar con esta hermosa película, en cuánto es necesario que los otros niños la vean, para que se emocionen con el sonido ancestral de la ocarina o con el paso apresurado del árbol viviente. Cuánto hace falta que los niños la vean para que imaginen un mundo definitivamente nuevo y ancestral, diferente y sublime, anclado aquí mismo, a la vuelta de la esquina, en los Andes del Ecuador.

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