Juan Manuel Ortiz *
Este documental de Bianca Stigter está construido desde una cinta cinematográfica de archivo amateur que captura unas pocas escenas en un pueblo polaco unos años antes de la faceta más recrudecida del holocausto. Mientras el documental tiene una duración de una hora con diez minutos, el tiempo de la cinta es de aproximadamente tres minutos que se repiten, regresan, se expanden y se investigan infinitamente. Estamos, por decirlo de alguna manera, encerrados en el ir y venir de esta cinta. Vemos la cotidianidad de la población judía de Nasielsk: La plaza central, la salida de los asistentes de la Sinagoga y la actividad de un bar. Una cotidianidad que está amenazada por el antisemitismo del expansionismo nazi.
Inicialmente pareciera que no hay nada más unidimensional que el archivo histórico, que además es turístico y familiar. Este tiene una sola capa, lo anecdótico. Está recubierto de la certeza absoluta de la evidencia histórica. Sin embargo, la película existe para minuciosamente quebrar esta uniformidad en mil piezas y complejizarlas a nivel político y vital, dejando en el aire la necesidad del homenaje hacia las víctimas anónimas.
Una película muchas veces está montada desde una lógica de causa-consecuencia: planos seguidos por nuevos planos, siempre nuevos, en un camino hacia adelante. En Tres Minutos, el montaje difiere hacia la lógica del telar, donde los planos se repiten en todas sus posibilidades creando formas y patrones antes que una representación objetiva de un evento histórico.
En el tejido tradicional las líneas y colores van y regresan creando una imagen que, antes que representar un hecho, evoca una idea. Hilos y tramas tienen una función distinta a la representación naturalista. Así mismo, los rostros, edificios y vestimentas del film persiguen un camino distinto: Proponen la incertidumbre como condición de aproximación a lo histórico antes que organizar el pasado en una narrativa cerrada. Así como el tejido alude a una idea simbólica de mayor dimensión que sus formas, la película hace latir ecos de una imagen mayor, la que nunca vemos, El Holocausto.
A la salida de la Sinagoga los rostros buscan la cámara: sonríen, saludan y bromean. Estas personas son filmadas con la misma inocencia con la que se captura un barrio popular contemporáneo donde los niños y niñas muestran sus juegos a cámara. El día a día. Entonces regresamos, y a lo Blow Up de Antonioni, las imágenes se agrandan a nivel microscópico, a tal punto que la película abraza la imperfección y la suciedad del negativo. Vamos al mismo grano para contemplarlo y sentir que en ese movimiento de partículas fotosensibles hay vida. Hay presencias sobre las cuales nos preguntamos.
Hacemos un zoom out y vemos nuevamente la plaza, la gente y sus miradas. En este viaje, la imagen pierde importancia como evidencia, se rompe lo anecdótico de la escena cotidiana, para ir a los hilos mismos del tejido: Los rostros y su historia particular. La ausencia y el duelo obturado.
Recuerdo entrar a casa y encontrar una mesa con mil piezas de rompecabezas amontonadas: Texturas y colores, el ordenamiento parece no ser posible. Los esfuerzos por la organización del mundo son frustrantes e infructuosos. Tal vez algo calza con algo, pero las piezas restantes siguen ahí. Tres Minutos recuerda al tejido, al rompecabezas que se quiebra para empezar a armarlo desde la ceguera absoluta. Es una película que sostiene con convicción firme la fidelidad a una mirada crítica sobre la memoria y la historia que se expresa a nivel sensorial, emotivo y estético.
Para reflexionar sobre el nazismo y sus ideas incuestionables y absolutas, Tres Minutos propone la lógica subjetiva y afortunadamente fallida, cuestionable y humana, de la memoria.
Recupero la palabra fidelidad, porque el tejido como imagen para aproximarse a la propuesta narrativa y visual de la película no es gratuito: La memoria se compone de elementos que rebasan la explicación racional de un evento: Para abordar el dolor, la muerte y el calor del hogar que ya no existe, no bastan cifras y cronologías. La memoria y el duelo operan cíclicamente, como el tejer de la película.
Dicho esto, lo paradójico, es que hay un espíritu casi científico detrás de Tres Minutos ¿Qué más científico que la búsqueda detectivesca por conocer quién es cada uno de estos personajes de silueta borrosa? ¿Qué más científico que descender microscópicamente a la emulsión del negativo del cine para encontrar las respuestas a los hechos? De ahí se desprende la poesía, de este encuentro entre la repetición de patrones y la duda por entender el pasado que guía una lupa de detective buscando pistas.
El pacto con el archivo cinematográfico se rompe con una maqueta contemporánea que muestra la plaza del pueblo. Un plano limpio, objetivo y estático de la plaza, ahora clara y visible. Maqueta vacía de personas y movimiento, vacía de los rayones de la cinta envejecida. Un duchazo de agua fría, un despertar de un sueño, que acertadamente nos hace revalorizar lo anterior. Una cinta cinematográfica filmada 1938 en Nasielsk, de aproximadamente tres minutos, de la que parece desprenderse un universo entero.

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