Por: Galo Pérez P.
Recuerdo haber salido de mi casa y nunca más volver,  también recuerdo haberme quedado. Con esta oración intento reconciliar las formas en que el director portugués Miguel Gomes concibe el tiempo y la memoria en Tabú (2012). La película se divide en tres capítulos que proponen diferentes direcciones narrativas; invita a buscar explicaciones para la configuración cronológica que existe entre los distintos escenarios. En este sentido, plantea una reflexión sobre el ejercicio de recordar y sobre cómo los afectos nos trazan una línea de pensamiento sobre esta acción.
Al parecer, para Gomes son los sentimientos los que le dan dirección y contexto a los recuerdos, no la rigurosidad histórica.
En Tabú los personajes se confrontan, disfrutan y sufren en estos intentos de llamar al pasado, que, en ciertos casos, provocan encuentros fantasmagóricos y, en otros, memorias que se convierten en redenciones o  despedidas.
El primero de estos tres fragmentos es la historia de un explorador que camina por los bosques de colonias portuguesas africanas, acompañado por un grupo de esclavos que le carga su equipaje; este hombre tiene visiones en donde su amada lo confronta. A causa de desamor, termina lanzándose a un lago, donde un cocodrilo lo devora. Un prólogo que no busca demostrar ningún posicionamiento histórico-polìtico específico,  y sin embargo, marca una pauta sobre varios símbolos que influencian de manera clara al resto del relato. Un colonizador se suicida ante el recuerdo de su amor imposible. Casi como haciendo un chiste, el director nos presenta, de manera satírica, el resto de la película. Imágenes que toman otro sentido cuando se entiende que vienen de un televisor, el cual es visto por Pilar.
Pilar (Teresa Madruga), protagoniza el segundo relato; mujer de mediana edad que vive en un Lisboa contemporáneo y que parece llevar una vida de tristeza permanente. Sus días transcurren entre el romance con un pintor sin talento y la amistad con dos vecinas.  Aurora, una de ellas, es una anciana de 80 años que busca escaparse de su propia casa para apostar, la otra es Santa, su empleada, que harta de sus exigencias, guarda su compostura desde el silencio y el cuidado. En este caso los personajes presentan un tedio hacia el presente, que se muestra aburrido para algunos y desilusionante para otros. El ritmo que marca la vida lo define el pasado, que regresa en los amores insatisfactorios, en las apuestas perdidas y en el color de la piel.
En Tabú los recuerdos también están en los músculos de los personajes, y en ciertos casos, son silenciosos como el nado de un cocodrilo.
Hacia final, el pasado vuelve en forma de amor romántico; el pasado regresa como una película, con diapositivas de imágenes acompañadas por la voz de un participante externo que lo entiende todo desde lejos. Con la mirada en el futuro. Estos recuerdos le pertenecen a Aurora, que en sus momentos más críticos, alucina con encuentros furtivos de un pasado que quizá nunca existió, un pasado idealizado que se percibe lejano a la realidad, melodramático y a la vez crudo, frío.
Tabú muestra los caminos que nacen cuando una estructura narrativa invita a generar diferentes lecturas. Cada uno de los simbolismos que Gomes maneja son encontrados de manera azarosa, casi visceral. Tabú no desea proponer una solución para las diferencias de clases o la pobreza, una película no es eso, sin embargo las expone como componentes primarios de las relaciones entre sus personajes. Tampoco desea crear un “retrato fiel” de alguna realidad específica o ser un documento histórico. La genialidad en Tabú está en el deseo de contar una historia sobre contar una historia. Explorar sus formas, cuestionar las reglas que los relatos supuestamente deberían tener. En el cine de Gomes se percibe un profundo deseo de hacer cine desde la destrucción de las formas convencionales.

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