Por Rafael Barriga
Shine a Light, la cinta de Scorsese sobre con los Rolling Stones.
Era 1984. El pop-rock que oíamos los adolescentes tempranos de la época era, por decirlo de una manera suave, insufrible. Entre Jefferson Starship y Cindy Lauper, quizás lo mejor era oír Salsa. Ahí sí pasaban cosas interesantes. “Siembra” o “Buscando América” retumbaban en las radios AM. Para un muchacho de primer curso de colegio, el Rock de los setentas estaba ausente. Eso fue hasta que en el cine Aeropuerto se estrenó la cinta de Hal Ashby Let’s Spend The Night Together (1982). Recuerdo haber ido, acompañado de dos vecinos, sin saber demasiado quiénes eran los Rolling Stones. Dos horas después, mi corazón era Stoneano. La cinta era un recuento de varios conciertos filmados durante 1981, en la gira que los Stones realizaron por gigantescos estadios norteamericanos, luego de haber lanzado ese gran álbum llamado “Tatoo You”. Ashby era un director fuerte, que había entendido muy bien a su generación haciendo filmes como Shampoo (1976) con Warren Beatty y The Last Detail (1973) con Jack Nicholson. Los Rolling Stones no dejaban todavía su acento andrógino, y verlos en la gran pantalla era un asunto fascinante. Jagger corriendo por todo el escenario, descamisado y feliz. Keith y Ron Wood haciendo contorsiones, Bill Wyman y Charlie Watts, impávidos, como si no les importara tocar cada noche para 100 mil personas. Luego de ver Let’s Spend the Night Together, me hice amante del Rock.
Algo parecido pasó con mi padre, en 1969. Cuando, en México, vio la obra de Jean-Luc Godard Sympathy for the Devil (cuyo titulo original es One Plus One) la música de los Stones se le quedó prendada. La cinta era un documental que usó –en la versión íntegra de Godard– la música de los Stones de fondo para ilustrar temas como la revolución de Mayo del 68, los “Black Panthers” y las luchas sociales de la época. Pero el productor de la cinta, decepcionado porque la música de los Stones era solo un pretexto para hablar de otras cosas, hizo su propio corte, puso a los Stones como protagonistas reales, y colocó el tema “Sympathy for the Devil” en su versión completa al final del filme. Aunque mi padre no se hizo amante del rock, los Stones fueron influyentes en él. Era, para gente como mi padre, un filme (y un grupo musical) que hablaba de ser joven y sobre tener identidad. De los conflictos de su generación.
Hace tres semanas compré en el pirata de la esquina el nuevo filme de los Stones: Shine a Light. Dirigida por el que posiblemente es el más importante director vivo de cine, Martin Scorsese (junto a Godard, claro está), y fotografiado por una docena de pesos pesados de las cámaras de cine, Shine a Light es, básicamente, la crónica directa de un par de recitales realizados en 2004 en el Beacon de Nueva York para una obra benéfica de Bill Clinton. La música es poderosa, la factura es impecable, los interludios –donde se muestran varias imágenes del inmenso archivo de los Stones– son apropiados. Es una pequeña obra maestra del cine y de la música. Mi hijo de cinco años, curioso por la música de altos decibeles, se quedó mirando conmigo la película, y ya la ha visto no menos de diez veces hasta el momento en que escribo estas letras. Ahora que la película está en cines, la hemos ido a ver dos veces, y, en la pantalla grande, todo es aún mejor. Él, que se disfrazaba de “El hombre araña” hasta hace poco, ahora se disfraza de Keith Richards, y para su fiesta de cumpleaños quiso que la figura de su torta sea la famosa lengua de los Rolling Stones.
¿Sino ineludible de las generaciones de esta y muchas familias? ¿Coincidencias musicales de un mundo globalizado? ¿Música destinada a ser la banda sonora de nuestras vidas? ¿Atracción imposible de grandes y chicos por energéticos y sexagenarios hombres del Rock? Eso, y sin duda, bastante más.
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