Por Alexis Moreano Banda
Soy Cuba es un verdadero poema visual que transpira en cada secuencia el espíritu revolucionario y la libertad cuya conquista celebra.
Extraña obra, esta Soy Cuba. Cuenta la leyenda que un buen día, a fines del siglo pasado, un colaborador del cineasta estadounidense Martin Scorsese descubrió en los archivos de Mosfilms (la principal sociedad de producción de cine de la Unión Soviética) una película magnífica por donde se la quiera ver, pero que por alguna oscura razón habría permanecido escondida en una lóbrega bodega de un arcano país durante las tres décadas que siguieron a su estreno, allá por 1964. Maravillado ante el descubrimiento, el buen Marty habría hecho llegar en seguida una copia del filme a su amigo y colega Francis Coppola, quien como no podía ser de otra manera se sintió a su vez impelido de compartir su emoción con otros espectadores. Los célebres cofrades deciden entonces adquirir juntos los derechos de distribución, financian la restauración del film y lo ponen a circular por los más distinguidos festivales del mundo, para que los cinéfilos de todas las latitudes puedan también disfrutar de este verdadero monumento de la modernidad cinematográfica. Vaya a estos generosos, nobles y talentosos cineastas la humilde expresión de nuestro más sincero reconocimiento. De no haber mediado sus buenos oficios, difícilmente la película hubiera podido estrenarse este mes en ciudades tan poco expuestas a las grandes obras del séptimo arte como Quito (lástima por Guayaquil y Manta), y mucho menos adquirirse por un dólar con cincuenta centavos en el videoclub pirata de la esquina, o descargarse del internet como cualquier otra superproducción de su calibre.
Porque Soy Cuba es eso, precisamente: una superproducción que contó con considerables recursos materiales y humanos, y cuyas impresionantes proezas técnicas harían palidecer de envidia a Michael Bay (a condición que fuera realmente un cineasta). La película fue producida en el marco de un muy publicitado acuerdo de cooperación mediante el cual la Unión Soviética transfirió equipos humanos y maquinaria con miras a fomentar el desarrollo del cine en Cuba. La dirección fue confiada a un director experimentado e internacionalmente consagrado, Mikhail Kalatozov, la fotografía al inmenso Serguei Urusevsky, los diálogos a los poetas Evgueni Evtuchenko y Enrique Pineda Barnet, y la decoración a uno de los más célebres pintores del modernismo cubano, René Portocarrero. Los equipos de rodaje recorrieron la isla durante más de dos años, cientos de extras fueron movilizados, y hubo que cerrar en varias ocasiones calles enteras de una Habana por entonces todavía atestada de vehículos. Vino finalmente el estreno simultáneo en La Habana y Moscú, dos semanas –a lo mucho– en cartelera, y luego nada: treinta años al almacén.
¿Se puede creer que una producción de esta envergadura pueda desaparecer así, tan de repente, sin dejar huella? Dicen algunos promotores de la leyenda que sólo al momento del estreno las autoridades cubanas y soviéticas habrían caído en cuenta de que llevaban más de tres años financiando una película que irrespetaba las exigencias de un cine “genuinamente socialista”, y habrían por ello decidido retirarla de circulación y echarla cuanto antes al olvido. La ausencia de relato, el carácter eminentemente experimental de la obra, y en particular la atención puesta en “la forma” por sobre “el contenido”, habrían sido interpretados como imperdonables guiños a los valores estéticos de la burguesía. Se temía además que la representación de la Cuba pre-revolucionaria despierte peligrosas nostalgias en una población que apenas empezaba a transitar el camino al socialismo, o bien que el público termine por reconocer que el nuevo régimen no había conseguido en cinco años eliminar las injusticias del periodo precedente. Un talentoso pero felizmente desaparecido escritor cubano, que por entonces ejercía de crítico de cine, Guillermo Cabrera Infante, afirmó alguna vez que el mismo Fidel habría expresado su malestar al constatar que la película se detiene antes de que los barbudos conquisten el poder. De todo ello se deduce que el film habría sido víctima de la censura, lo cual contribuye (hay que reconocerlo) a afirmar tanto su dimensión legendaria como el carácter épico de su descubrimiento. Este relato, que no tiene estrictamente nada que ver con el filme en sí, contiene los suficientes ingredientes como para inspirar una buena película de aventuras: un tesoro desconocido de un valor inestimable, un chullita ilustrado y altruista que lo recupera para bien de la humanidad, unos comunistas malos, insensibles y suficientemente tontos como para financiar una superproducción que luego les toca esconder. Afortunadamente no fue Spielberg, sino el brasilero Vicente Ferraz, quien asumió el reto de explorar el intricado destino de esta película en su instructivo documental Soy Cuba: el mamut siberiano (2005), en el que se recogen los testimonios de numerosos actores, productores y técnicos que participaron en la realización del film. Hasta aquí la leyenda, a medio camino entre Indiana Jones y el Buena Vista Social Club, con la que Soy Cuba ha sido promocionada por el mundo entero, y que tiende a reducirla a una condición de puro monumento, por no decir de fósil (de allí el título del film de Ferraz).
Lo cierto es que Soy Cuba es la maravilla que se dice. Verdadero poema visual, la obra transpira en cada secuencia el espíritu revolucionario y la libertad cuya conquista celebra. Obra maestra de la fotografía, con sus contrastes intensos, el uso furiosamente expresivo del gran angular y de las diagonales, la película muy bien pudiera apreciarse como una pura sucesión de estampas magníficamente construidas, pero el ejercicio implicaría desconocer que la forma y la poética revolucionaria que Kalatozov se propuso vehicular son aquí consubstanciales. Son imágenes que instruyen una poderosa carga mística, y no me refiero con ello a las muy logradas y siempre eficaces referencias al martirologio cristiano, sino más bien a la inmaterialidad de la cámara y a la temporalidad difusa que instruyen el ritmo de las secuencias y los cortes de plano.
Dividida en cuatro “cuadros” independientes pero entrelazados por un hilo abstracto que los integra en un todo coherente, la película anticipa con lustros el complejo tejido del cine coral que caracterizará luego a un Robert Altman o, más recientemente, a P. T. Anderson. El primer cuadro pinta la decadencia de la Cuba pre-revolucionaria, articulando el relato en torno a la figura de María, una chica de origen humilde que vive de prostituirse en locales frecuentados por extranjeros. El segundo cuadro presenta a un campesino que vive de labrar con sus hijos una tierra que no le pertenece. El tercero nos presenta a Enrique, un estudiante revolucionario que morirá asesinado por un oficial de policía al término de una manifestación. Y el cuadro final se articula en torno a Mariano, un campesino de la Sierra Maestra quien terminará por vencer sus temores y sumarse a la lucha de los barbudos. El relato que cuenta cada cuadro es, en términos estrictamente diegéticos, de un esquematismo tal que pudiera resultar fastidioso de no ser porque Kalatozov y su operador Uruzevsky se interesan menos en narrar una historia que en dotarla de sentido. No se trata pues de dar simplemente cuenta de un acontecimiento, sino de situarlo en una clave histórica, y para ello, Kalatozov y Uruzevsky prefieren la construcción de la imagen poética a la explicación de textos.
Cada uno de los cuatro cuadros contiene al menos tres secuencias antológicas, una de introducción, otra climática y una conclusiva, que resumen y condensan lo esencial de los sucesos que se describen, pero situándolos a la vez en el contexto de una reflexión marxista de la historia. Lo brillante es que esta transferencia de sentido se opera siempre en el plano de la metáfora y con medios puramente cinematográficos. Así el primer cuadro arranca con la célebre escena de la piscina, en la que Kalatozov no sólo expone la vulgaridad de una burguesía decadente, sino que metaforiza de manera brillante el sistema de clases y la exclusión propias del capitalismo. Está luego la escena del baile en solitario de María (“Betty”) en el cabaret, en la que además de mostrar el malestar de la protagonista ante su profesión, la cámara parece descubrirle una vocación casi genética a la libertad. Y está la escena de cierre, cuando el futuro marido descubre la profesión de María, en la que lo que se muestra es menos el celo que la toma de consciencia. El doble registro descriptivo-metafórico dará lugar, todo a lo largo del filme, a imágenes de una contundencia expresiva y de una belleza rara vez alcanzadas. A retener las citadas imágenes de la piscina y del baile en el primer cuadro, el incendio de la cabaña del campesino en el segundo, el reencuentro de Mariano con su familia bajo la cascada en el cuadro final, y en particular el funeral del estudiante en el tercero, en el que la cámara se eleva, en un inolvidable plano secuencia, desde la calle poblada de gente hasta un taller de artesanos dos o tres pisos más arriba, antes de salir nuevamente por la ventana y reintegrarse al cortejo desde lo alto, ya inmaterial, desafiando la gravedad, como si a través del lente fuera la historia misma que mirara, y como si fuera ella quien construyó el encuadre final, no para mostrar un pueblo que camina, sino para señalarle una dirección.
Soy Cuba es, entonces, una obra profundamente trabajada por la ideología. Un filme de propaganda, como suelen decir un poco ligeramente quienes creen que Transformers es políticamente neutro. Sea, pero esta película está más cerca del Octubre de Eisenstein que de los también notables ¿Por qué luchamos? de Capra u Olimpia de Riefesnsthal, en el sentido de que no se trata simplemente de una película realizada con gran maestría, sino una obra fundadora, integralmente de vanguardia. De ahí la incomprensión que suscitó al momento de su estreno y el modesto favor que recibió del público (que son sin duda las verdaderas, aunque banales razones de su temprano retiro de cartelera). Y de ahí también que, aunque esto contradiga la leyenda, la película no haya sido olvidada, sino que nutrió directa y durablemente a una cinematografía que en gran medida nació con ella, y que lleva su marca en algunas de sus obras posteriores más inspiradas. Film monumental, film monumento, film “mamut”, film “fósil”, Soy Cuba se ha convertido rápidamente en un clásico. El riesgo sería que se la vea como tal – en el Ecuador, sobretodo.
1 La colaboración precedente de Kalatozov y Urusevsky, Cuando pasan las cigüeñas, fue premiada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1958.
2 Soy Cuba fue, efectivamente, prohibida, sólo que no en Cuba ni en la Unión Soviética, sino en los Estados Unidos, censura que se justificaba por el embargo a los productos culturales provenientes de la isla.
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