Por Orisel Castro, York Neudel
Vimos por primera vez Sonata de otoño en la escuela de cine. Guardábamos una película de Bergman para momentos especiales, para que no se nos acabaran tan rápido. Cada película era una experiencia tan intensa que se confundía con las experiencias “reales” y se instalaba entre los recuerdos más importantes.
Sonata de otoño fue uno de esos dolorosos momentos de darse cuenta de algo muy profundo e inquietante, un reflejo de las relaciones madre-hija en su naturaleza más enfermiza y destructiva. La escena del piano se instalaría para siempre en el centro de los miedos: el de estar a la altura y merecer el amor de la persona que más admiras y añoras su aprobación; el de ver que las relaciones más cercanas tienen un lado oscuro que nos determina, marcado por la culpa y la decepción. Años más tarde notamos el mismo efecto en Tacones Lejanos, de Almodóvar: la protagonista hace catarsis citando la escena del piano de Sonata de otoño y ese juego de espejos se quedó conectando las experiencias del cine y de la vida, sin apenas distinguirse.

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