Por Alex Schlenker
Shoah, palabra que en hebreo significa “catástrofe”, es un documento-monumento a la barbarie humana. Un relato testimonial de víctimas y victimarios del holocausto judío que constituye una interpelación a los modos en que a diario la matriz genocida se reinventa para asesinar en algún lugar del mundo con la más inexplicable saña al otro de turno.
En alemán el objeto colocado en el espacio público para rememorar determinados hechos del pasado invoca la disyuntiva ante los vocablos Denkmal y Mahnmal para nombrarlo. Aunque ambos términos son traducidos al castellano de manera general como monumento, el primero exalta un acontecimiento que en forma de gesta, batalla, reforma o proclama permitió que el bien triunfe sobre el mal (algo siempre subjetivo); el segundo rescata del olvido (forzado) los hechos del pasado para apelar a una actitud crítica que se niega a aceptar lo perpetrado como un simple devenir de la historia.
El filme Shoah (1985) de Claude Lanzmann es una monumental obra del cine documental que interpela no el pasado, sino la atroz maquinaria nazi que concibió, planificó (con premeditación meticulosa) y ejecutó con (precisión perversa) uno de los más inefables episodios de la historia humana: el exterminio de gran parte de la población judía de Europa a manos de un complejo aparato burocrático que coordinaba con aterradora eficacia los ámbitos legales, policiales, militares, logísticos, médicos y económicos encargados de las tareas conocidas como “solución final”. Un concepto que, tal como narraba Viktor Frankl, parte de la estigmatización del judío a través de la cruz amarilla que debe portar en su vestimenta (o corre el peligro de ser asesinado), pasa por la detención violenta sin más justificación que la de no ser ario certificado y la deportación en trenes en cuyo interior moría la mitad de los pasajeros por las condiciones en que eran transportados para desembocar al interior de una maquinaria de exterminio masivo.
Lanzmann reconstruye este proceso a través del relato de quienes experimentaron en cuerpo propio este horror. En una de las secuencias del documental uno de los entrevistados vuelve al lugar en que vivió tal horror para intentar contar sus vivencias. La cámara no se centra en perseguir las certezas que el testimonio pudiera brindar, sino en registrar la búsqueda por las palabras que el entrevistado emprende para invocar sus recuerdos mientras recorre, casi 30 años después, los restos de un campo de exterminio que la hierba amenaza con cubrir.
Ir al pasado y volver a través del recuerdo (cuya etimología es “volver a pasar por el corazón lo vivido”) es una delicada operación que encuentra en el testimonio de aquellos que (sobre)vivieron, desde distintos lugares y experiencias, una poderosa fuente para reconstruir e intentar comprender la macabra operación genocida. El testimonio –Lanzmann renuncia a trabajar en este filme con material de archivo- es siempre de quien vivió los hechos en su propio cuerpo.
En una minuciosa búsqueda alrededor del mundo, Lanzmann encuentra las voces que con un enorme esfuerzo logran sobreponerse al deseo de callar por siempre lo que el filósofo Hans Georg Gadamer llamó lo innombrable. En múltiples lenguas relatan lo que vieron, escucharon, sintieron, pensaron. Los testimonios que emergen son acompañados por una serie de corporalidades que apuntalan lo que se dice y cuyos gestos la fotografía de Lanzmann acoge con profundo respeto.
Pero la odisea emprendida por este realizador francés no se limita a las víctimas. Como si se tratara de desmontar el mito de “no sabíamos que existían los campos” o de machacar la cobarde excusa de “tan solo recibíamos órdenes” (muletillas blandeadas con cinismo en los juicios de Núremberg), el director logra entrevistas con un ex oficial de la SS y con encargados logísticos de los trenes que transportaban a la población judía a los campos de trabajo forzado y de exterminio (porque antes de asesinarlos había que extraer la última porción de fuerza de trabajo de sus maltratados y condenados cuerpos).
Las entrevistas se dan bajo la premisa de no cortar ningún testimonio para respetar la voz que narra el horror. Así, todos los detalles de las voces que el filme abraza de manera delicada tienen su equivalencia en la duración de la cinta: más de 9 horas o para ser exactos 566 minutos que nos interpelan con una sensibilidad que destaca.
Pero Shoah no solo tiene un inconmensurable valor histórico para repensar de manera crítica el antropoceno que regentamos como especie dominante en un proyecto llamado humanidad. Todo documental opera desde el inicio en una suerte de vacío en el que existe apenas la preocupación por contar una historia real, aunque aún faltan las puntadas para tal relato. Lanzmann despliega una detallada estrategia pedagógica para responder a los desafíos políticos, éticos, narrativos y estéticos que toda obra documental acarrea: ¿A quién debemos entrevistar? ¿Cómo y dónde deben/pueden filmarse las entrevistas? ¿Debe el entrevistador estar delante o detrás de la cámara? ¿Debe este callar o participar? ¿Se puede entrevistar a quien no quiere? Su manufactura fílmica responde estas y muchas otras preguntas con una maestría excepcional que da cuenta de su enorme capacidad para motivar a sus entrevistados a asumir el desafío de dejar registrados sus testimonios.
Y es que una de las tantas virtudes de Shoah es la paciencia de su realizador. Mucho antes de Google y de Netflix, Lanzmann buscó y entrevistó a lo largo de casi 15 años a sobrevivientes de los campos de exterminio de Chełmno, de Treblinka y de Auschwitz-Birkenau; así como a quienes escaparon con vida del gueto de Varsovia. Sin prisa recogió los dolorosos testimonios y los entretejió en una obra fílmica que 30 años más tarde sigue vigente, porque este documento de nuestra barbarie humana no es tan solo el relato del holocausto judío, sino una interpelación sin tregua a los modos en que a diario la matriz genocida se reinventa para asesinar en algún lugar del mundo con la más inexplicable saña al otro de turno.
Hay que concederse el tiempo para ver, sentado en la oscuridad que circunda a la gran pantalla, esta importante película durante las nueve horas que dura este ritual de respeto por los que murieron y sobre todo por los que después de atravesar el holocausto vivieron con el recuerdo impregnado en la piel.
En este tiempo de miradas superficiales y efímeras que todo lo significativo lo tornan en banal, Shoah es ese monumento-otro que la humanidad debe mirar una y otra vez para ver si salvamos del naufragio total a esta zozobrante nave que con arrogante audacia llamamos humanidad.

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