Por Daniela Alcívar Bellolio
El baño del Papa, cinta uruguaya de Enrique Fernández y César Charlone se ha dado modos para hacer novedosa y profunda, una historia mil veces contada.
En 1948 apareció una película italiana que marcó a todo el cine por venir: Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica. En ella, la Italia de posguerra era el escenario de miseria en el que un hombre buscaba desesperadamente un medio para mantener a su familia. Su bicicleta era la única posibilidad de trabajo y ésta era robada al comienzo del primer día de labor. La búsqueda infructuosa de su herramienta de trabajo, la decadencia cada vez mayor del protagonista (un obrero que ha sido despojado de todo) y la presencia del pequeño hijo forman el tejido de una de las películas más importantes del neorrealismo italiano. Es difícil dar cuenta de los alcances de Ladrón de bicicletas, de los modos en que afectó al cine que vino después, de los rastros que se pueden encontrar aún hoy –en modos de filmar y en formas de pensar el cine– derivados de ese drama, que cifra en el primer plano de la cara de un niño y en el contraplano de la cara de su padre una de las formas más definitivas del horror: la del fin de todo futuro.
El baño del Papa transita el camino de Ladrón de bicicletas en sentido contrario: Beto es un padre de familia que vive del contrabando en bicicleta. Como la mayor parte de los habitantes de su pueblo, Melo, está en una situación económica límite. La llegada del Papa Juan Pablo II le hace concebir una idea para salir de la pobreza: construir un baño para alquilar a los miles de peregrinos que el pueblo espera con la llegada del Papa. Los obstáculos que debe superar para lograr su objetivo cimientan la trama de esta película uruguaya. Como en el filme de De Sica, la bicicleta es el medio indispensable para trabajar; como en ella, se ponen en juego valores como la lealtad y la honestidad que la miseria obliga a traicionar. También, como en la película italiana, está en riesgo algo más íntimo que la necesidad material: el respeto de la hija hacia el padre.
Deleuze dijo que el drama profundo de Ladrón de bicicletas es la mirada final del hijo sobre su padre, en la que se cifran el fracaso, la decepción y la desesperanza. Después de que el padre se ve obligado a convertirse él mismo en un ladrón, no sólo se clausura la búsqueda del objeto perdido sino que se eliminan las esperanzas de vivir dignamente. El hecho de que el niño sea testigo de la humillación máxima del padre, concluye de manera definitiva toda narración y, en efecto, la película termina. El baño del Papa, película que cita constantemente al filme italiano, obedece a una lógica opuesta: en el seno de un drama de matices trágicos, se siembra constantemente la posibilidad del optimismo.
Con una impresionante dirección de actores, que ha encontrado en muchos intérpretes no profesionales momentos de brillante expresividad y con un criterio cinematográfico que en sus mejores momentos hace gala de una sencillez no exenta de belleza pero ajena a la rimbombancia paisajista, El baño del Papa ha encontrado el modo de reescribir una historia que parecía mil veces contada. Una cierta llaneza narrativa, que pocas veces es traicionada en la película, acerca la narración a un realismo cinematográfico que no es fácil encontrar en el cine actual: un realismo que casi nunca cede a los prejuicios de la industria sobre lo que es la miseria latinoamericana y que se guarda muy bien de dividir al mundo en polos opuestos.
Cuando son descubiertas las traiciones en las que Beto se ha visto obligado a incurrir para conseguir dinero, cuando es abandonado en medio de un camino desierto sin su único medio de transporte y con un inodoro a cuestas, cuando el peso del fracaso cae sin disimulo sobre el protagonista, la película, que parece haber agotado todas sus posibilidades, vuelve a la marcha y Beto comienza a correr para terminar lo que empezó. Y es en este punto en el que El baño del Papa se libera de la necesidad de fracaso que la cita a Ladrón de bicicletas le imponía: aunque nuevos fracasos esperan, la carrera del protagonista pone de manifiesto un deseo que se adivina más fuerte que toda evidencia de injusticia. De ahí en más, las opciones se reducen a una simple consigna: seguir adelante. Con un baño más decente que el resto de la casa, ya sin bicicleta pero con el respeto de la hija otra vez ganado, Beto parece ser inmune a la desgracia. Los días prometen renovarse constantemente, a pesar de todo, y queda, al final, la esperanza del cumplimiento de un deseo largamente acariciado: el abandono por parte de la hija de esos parajes quietos y solitarios, punto de partida desde el que puede imaginarse casi cualquier futuro.
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