Por Rocío Carpio.
Un taxista recoge a una mujer con un pequeño en brazos. Ella le ofrece sus servicios, sutilmente. Luego de unos pocos metros de recorrido, la reconoce: es una antigua amiga de la familia. Hoy es prostituta y lleva un niño enfermo. El hombre intenta ayudarla pero ella desaparece en la oscuridad de la noche de Teherán. Con este mini relato que busca adentrarse en una de las realidades del Irán más desfavorecido comienza este filme dirigido por Rakhshan Bani-Etemad, quien es conocida como “la primera dama del cine iraní”, no solo por su prominente trayectoria sino por sus compromisos políticos.
Bani-Etemad es una cineasta convencida de su deber social y lo forja dentro de su visión cinematográfica fuera de la norma. Sus filmes son un reflejo de ello: los problemas de una sociedad como la iraní no dejan de tener un tono de denuncia en su trabajo, pese a lo riesgoso que resulta hacerlo. Y es que hacer cine en Irán es muy complicado. Desde la Revolución Iraní en 1979 y la instauración de la República Islámica, los cineastas de ese país han tenido que batirse con la censura y las leyes islamistas impregnadas en la forma de producir. Como dijo el internacionalmente reconocido director iraní Abbas Kiarostami, “me duele mucho lo que pasa en mi patria pero no me puedo marchar.”
Esta militancia del celuloide ha hallado formas de evadir la censura: Bani-Etemad se refugió varios años en el documental, por ejemplo; aunque en otros casos ha sido imposible. Está el caso reciente de Jafar Panahi, condenado a seis años de cárcel y con la prohibición de escribir guiones durante 20 años. No obstante, la resistencia cultural desde el cine continúa con realizadores como Kiarostami, Majid Majidi, Mohsen Makhmalbaf, Ashgar Forhadi, entre otros.
Dentro de ese contexto, Relatos Iraníes resulta un cine valiente, producto de una postura política y personal que busca servir de voz de los que no tienen voz. Las historias narradas con una mezcla de ficción y documental (muchos personajes no son interpretados por actores profesionales), por momentos resemblan al cine dentro del cine, y es en esa dimensión de la realidad construida en la que el papel del cineasta que busca hacer un filme sobre el contexto social iraní, se traslada de la realidad a la ficción: uno de los hilos conductores del filme es un documentalista que busca hacer una película sobre el funcionamiento de las instituciones públicas y la triste suerte de los trabajadores del Estado.
Pese a que el discurso narrativo de la directora se ha considerado como feminista a nivel internacional, ella más bien considera que su interés se dirige hacia la lucha universal de la gente más desfavorecida la sociedad, independientemente de su género. Además, ha declarado que no se asocia con la etiqueta debido a las implicaciones de la palabra » feminista”, ya que considera que en Irán tiene una connotación más negativa que en otros países.
Y es que ser mujer en Irán, luego de la mentada revolución islamista, es muy difícil. Hasta 1979 las mujeres vestían como cualquier occidental y aspiraban a las mismas cosas que cualquier persona perteneciente a cualquier país libre. Hoy su realidad es otra. El velo islámico o hiyab es la metáfora encarnada de su restricción de libertad y las leyes que deben cumplir. En ese contexto, que termina siendo una especie de escenario inmóvil, el cine de Bani-Etemad desarrolla temáticas alrededor de las mujeres que no son exclusivas del mundo islámico: la marginación, el machismo, la violencia de género. En Relatos Iraníes estos tópicos están presentes de principio a fin pero no llegan a ser los únicos, más bien los contextualiza dentro de una realidad general de injusticia y desigualdad.
De este modo, la puesta en escena resulta un ejercicio cinematográfico de denuncia social a través de un filme coral cuyas historias entrelazadas pretenden retratar a un Irán que exige derechos básicos, y que merece un cambio social y político generalizado.

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