Por Alexis Moreano Banda
Una reflexión sobre el cine animado de hoy.
Llevabas tiempo diciéndote que los filmes de animación ya no podrían sorprenderte. Tanto, que te costaba recordar la última vez que miraste una película del género, no digamos siquiera maravillado, pero al menos con verdadero asombro. Suponías que habrá sido el siglo pasado, cuando todavía podías distinguir las imágenes filmadas de las imágenes generadas por ordenador. De lo que estabas seguro es que desde que la animación migró al territorio de los efectos especiales, pantalla verde de por medio; la nueva generación de películas enteramente animadas te había dejado poco o nada. Te consta sin embargo que por un tiempo te dedicaste a probar lo que buenamente te proponían las salas o el pirata de la esquina, lo que te permitió descubrir a Miyasaki y hasta concederte alguna risa fácil con los primeros reciclajes paródicos de los motivos infantilizantes que hicieron la fortuna de Disney y sus emuladores. Pero de un Pixar al Dreamworks siguiente, pasando por un sinnúmero de mangas y muñequitos de plastilina, cada vez más quedabas con la impresión de haber asistido no a una película, sino a una vacua ostentación del portento de la máquina, como si hubieras gastado dos horas viendo a un físico-culturista que trata de impresionar a las nenas en la playa.
En esas estabas, y toma que en los últimos meses te has venido topando con una serie de películas que no cesan de desmentirte. Dos películas, en particular, te han reconciliado con el género, y no es un azar que hayan sido precisamente las que más ostentan su condición de “dibujos animados” en plena era de la imagen de síntesis. Ambas te confortaron en tu idea de que la animación no asombra cuando imita la realidad, ni mucho menos cuando te aleja de ella, sino cuando te la presenta de otro modo para ayudarte a comprenderla, como todo arte de la imagen que se precie de serlo. Hace un año fue Persépolis, que por fin podrás ver este mes en una sala, y hace unas semanas fue Vals con Bachir, que cruzas los dedos para que alguien la programe un día cerca de tu casa. Dos películas profundamente personales de dos autores distintos y lejanos: ella, Marjane Sartrapi, es iraní, y con su película explora la turbulenta historia reciente de su país a partir de sus recuerdos; él, Ari Folman, es israelita, y con su film interroga una fase oscura de la historia de su país desde su incapacidad de recordar. La primera fue realizada del modo más clásico y rudimentario, dibujando cada plancha a la mano y fotografiándola después, mientras que la segunda combina la rotoscopía, la modelación 3D y las animaciones flash. Persépolis recurre al humor y al trazo infantil para pasar de contrabando su penetrante seriedad, allí donde el film de Folman exacerba la crudeza del relato con una línea y una paleta casi expresionistas. Dos películas distintas, pues, pero que tienen en común el hecho de transparentar una voz tras cada palabra y una mano tras cada trazo. En uno y otro caso, un mismo uso estratégico del dibujo: situar de antemano una distancia con respecto a la representación, indispensable para sortear la reducción massmediática de los acontecimientos descritos. Y una misma voluntad de explorar, mediante el montaje y los procedimientos propios de la puesta en escena, la capacidad del cine a seguirte abriendo los ojos.

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