Por: Alexis Moreano
Si cabe dar crédito a un provocador reincidente como Quentin Tarantino, su novena y más reciente película, Érase una vez en Hollywood, será también la penúltima de su carrera. Desde hace unos años, en efecto, el cineasta ha venido afirmando que abandonará el cine ni bien haya rodado su décimo largometraje, decisión que pudiera parecer precipitada, antojadiza y hasta descabellada a la luz de la gran popularidad (y rentabilidad) de sus películas, más aún si consideramos que el realizador tiene apenas 56 años de edad.
Hay quienes sostienen que el anuncio de un retiro prematuro debiera contarse entre los muchos blufs que suelen acompañar las apariciones públicas del cineasta; 
por mi parte, tiendo a creer que esta vez bien pudiera estar hablando en serio, o al menos que lo estará pensando seriamente. Y es que luego del ascenso meteórico que lo llevó a la consagración cuando apenas tenía dos películas realizadas (Reservoir Dogs y Pulp Fiction), y tras un segundo periodo en el que su marca de artista terminó de cristalizar, y en el que su creciente prestigio y su acceso a presupuestos cada vez más holgados le permitieron dar libre curso a sus grandes pasiones, ambiciones, y obsesiones (desde Jackie Brown a Death Proof, pasando por el díptico Kill Bill), parecería que algo de la magia de los inicios se ha ido perdiendo en el último tramo de su carrera, a partir del momento en que al eterno adolescente le dio por abrazar temas y géneros más “graves” que a los que nos tenía acostumbrados, aunque haya sabido preservar en el intento la visión lúdica e irreverente que lo caracteriza. Si películas como Inglorious Basterds y Django Unchained pueden por momentos parecer excesivas y en otros, paradójicamente, demasiado controladas, al menos restaba en ellas algo jubilatorio, algo del disfrute que el cineasta claramente sentía al realizarlas, y que el espectador podía luego hacer suyo. Un disfrute del que apenas queda huella en su película siguiente, la teórica y laboriosa The Hateful Eight.
Si a pesar de ello se puede esperar mucho del estreno de Érase una vez… en Hollywood (en su versión definitiva, luego de que un corte provisional fuera tibiamente recibido en el último Festival de Cannes), es principalmente porque por primera vez, el cineasta se ha propuesto abordar frontalmente el único y verdadero gran tema de toda su filmografía, a saber: el universo del cine, quizás en un intento de re-encantarse y de re-encantarnos justo antes de elevar el canto de cisne con que concluirá su carrera. Creo entender (o quiero creer) que Tarantino ha aventurado con su nueva película una suerte de retorno al origen, a la fuente de la que deriva toda su obra y a la que cada plano suyo remite, sin la exaltación ni la ingenuidad de los primeros años
quizás, pero al menos con el deleite sincero de quien asiste al espectáculo de un ilusionista conociendo todos los trucos y mecanismos de quien sabe que todo es falso y, sin embargo, quiere seguir creyendo. Mientras pensaba en cómo arrancar este artículo, caí en cuenta de que han pasado veinticinco años desde esa tarde en que entré en una sala de cine sin realmente saber qué quería ver y terminé descubriendo Pulp Fiction. De la película, sólo sabía que unos meses antes había obtenido el máximo galardón en el Festival de Cannes, por lo que supuse que algún mérito tendría, pero no podía imaginar el impacto profundo y duradero que me produjo. Desde la escena de arranque, en la que una pareja de enamorados aparentemente inofensivos revela de golpe su naturaleza de maleantes híper-violentos, estaba claro que me hallaba frente a un objeto raro, a la vez familiar y completamente nuevo. Pocos minutos después, cuando me descubrí retorciéndome de risa durante la escena en la que Vincent Vega (John Travolta) le vuela accidentalmente los sesos a un muchacho sentado en el asiento trasero de un auto (y, sobre todo, cuando comprendí que me estaba riendo de la muerte de un pobre tipo, y que no podía evitarlo), confirmé que la película era un ovni, y que estaba literalmente cautivado por ella. 
Unas semanas más tarde pude ver Reservoir Dogs y la hallé igualmente estimulante. Me propuse conocer más sobre su autor y noté que una bien aceitada campaña de promoción llevaba dos años diseminando, en todos los medios, los fundamentos sobre los que se edificaría la leyenda de Tarantino: el genio natural, el virtuoso irreverente, temperamental pero cool, autoeducado, dotado de una extraordinaria cultura fílmica y apasionado por la cultura popular, el enfant terrible llamado a convertirse en el auteur que el cine estadounidense estaba esperando desde el ocaso del Nuevo Hollywood. Eran tiempos en los que Tarantino era unánimemente celebrado como un artista auténtico y un bacán genuino y el relato de su ascenso abundaba en ese sentido. 
Cuenta la historia que el joven Quentin, un nativo del estado de Tennessee instalado en Los Ángeles, no tenía veinte años cuando su energía y talento lo llevaron naturalmente a liderar una banda de amigos que, como él, soñaban con realizar películas sin tener ni la plata, ni los contactos ni la formación para conseguirlo. El futuro cineasta trabajaba por entonces en un negocio de alquiler de vídeos y por la noche se entrenaba en la escritura o en la actuación. Pero su actividad principal consistía en ver compulsivamente todas las películas posibles, de todos los géneros, en cualquier idioma, en todo tipo de salas, aprovechando además de su puesto en la tienda para consumir cuanto VHS llegaba a sus manos. 
A mediados de los años 1980, con algo más de 2.000 dólares reunidos, Tarantino y su banda ruedan en colectivo un primer ejercicio, War Zone, una historia de criminales y de zombis hoy totalmente invisible, donde el cineasta se estrena también como actor. A poco de ello, Tarantino lanza la producción de lo que debía ser su primer largometraje, My Best Friend’s Birthday. Rodado con un equipo mínimo y una economía de guerra, el filme quedará inconcluso, no habiendo hallado nunca un montaje satisfactorio. Según la leyenda, Tarantino habría pasado varios años montando una y otra vez la película, hasta que un incendio en el laboratorio destruyó las tomas, obligándolo a abandonar su proyecto, del que sólo sobreviven hoy unos 34 minutos (que, providencialmente, han hallado su camino hasta el internet). Este pasaje ha sido puesto en duda por el autor del guion, Craig Hamann, quien atribuye el abandono del film al hecho de que Tarantino habría simplemente preferido destinar sus esfuerzos a otras historias que venía escribiendo en paralelo. Sea como fuere, lo cierto es que la experiencia permitió al cineasta poner a prueba sus capacidades y, sobre todo, hallar su propia voz, balbuceante todavía, pero en la que germinaba ya la impronta personal que pronto lo tornaría célebre: las réplicas rápidas e ingeniosas, el aparente desfase entre los diálogos y la acción, la improbable conjunción de la comedia y la violencia extrema, su capacidad de asociar relatos inconexos, la larga preparación de desenlaces siempre sorprendentes, un agudo sentido del ritmo y, especialmente, su estética híper-referencial, expresada en las innumerables “citas” y “guiños” a películas de todo tipo, desde grandes clásicos hasta cine de serie Z.
Este capítulo iniciático se cierra a comienzos de los años 90s, cuando Tarantino se forja una reputación de guionista tras vender dos de sus historias, Natural Born Killers y True Romance (realizadas respectivamente por Oliver Stone y Tony Scott), lo que le permitió por fin negociar un tercer guion con la condición de llevarlo él mismo a la pantalla: Reservoir Dogs. Co-producida por Harvey Keitel y comercializada por la influyente Miramax, la película fue un rotundo éxito de público y de crítica, redoblado dos años más tarde con la consagración de Pulp Fiction y que lastimosamente no acompañó a su película siguiente, Jackie Brown, que considero todavía como la mejor obra del cineasta. 
Tras un hiato de casi seis años,Tarantino volvió al centro de la escena con una serie de películas producidas a un ritmo frenético, cada cual con sus flaquezas y sus destellos de genialidad, y todas ellas articuladas, en torno al tema de la venganza como última y dudosa forma de justicia.
A propósito de este punto, no podría dejar de mencionar, así sea de paso, que la leyenda de Tarantino se ha alimentado también, y copiosamente, por las querellas y polémicas que la obra y el personaje suscitan por igual. Si todavía es posible pasar por alto ciertas inconsistencias y ambigüedades de las que su cine siempre ha hecho gala, algunas visiones, procedimientos y evoluciones resultan francamente indefendibles, sobre todo desde una óptica contemporánea. No es este el espacio para desarrollar estos puntos, pero quisiera al menos evocar uno de los aspectos más controversiales del cine de Tarantino, a saber: el rol que las mujeres ocupan en su universo.
Ciertamente, el cineasta ha traído a la luz algunos personajes femeninos fuertes y magistralmente encarnados por actrices en plena gracia, pero cuesta entender que en algún momento se haya podido celebrar un enfoque pretendidamente feminista, una relectura supuestamente subversiva (de hecho, una simple reversión) de los códigos y roles de género tradicionales, como si no saltase a la vista el enfoque viril, masculinista que organiza todo el sistema de representación del cineasta, y en particular la caracterización predominantemente instrumental, notoriamente fetichista, y por momentos rayana en la misoginia, de sus figuras femeninas.
En Reservoir Dogs, las mujeres simplemente no existen, a lo sumo son condescendientemente mencionadas en las conversaciones de varones (como en la escena inicial, cuando los gangsters discuten sobre meseras y propinas, o cuando el personaje interpretado por el propio Tarantino pretende conocer el verdadero sentido de una canción de Madonna). En contraste, Pulp Fiction cuenta con varios personajes femeninos que juegan, además, un rol determinante en el desarrollo de las acciones. Sin embargo, en ningún momento la película adopta una perspectiva femenina. 
De hecho, las mujeres funcionan aquí, a lo sumo, como una suerte de motor de la historia, de activador necesario para que los hombres (los verdaderos protagonistas) enfrenten su destino, se animen a “pasar al acto”, o paguen con sus vidas no hacerlo.
En el universo desbordante de testosterona en el que se desarrolla la película, las mujeres pueden ser astutas, dinámicas, poderosas, pero su verdadera “fuerza” pareciera residir en su capacidad de ser aún más perversas, más violentas, más manipuladoras que los hombres que las rodean. Allí estaba ya, en germen, el estereotipo de la heroína vengadora por la que el cineasta fue luego inmerecidamente celebrado: de Kill Bill a Death Proof, las mujeres se ven abocadas a actuar como hombres en respuesta a la violencia de los hombres. Todo ello solo para defender, in fine, un estatuto de lo femenino esquemático y sesgado (el matrimonio, la maternidad, por no citar sino el ejemplo más caricatural). En sus últimas películas, Tarantino devuelve a las mujeres a un rol subsidiario, esencialmente decorativo, hasta terminar literalmente en condición de pera de boxeo (Jennifer Jason Leigh en The Hateful Eight). Al final, sólo con Jackie Brown supo el cineasta encontrar la mirada de un personaje femenino. Por una vez, su cámara filmaba a una mujer, con una historia personal, con su complejidad, sus pasiones y sus dudas y ya no sólo un estereotipo.
No me detendré aquí en otros aspectos del cine de Tarantino igualmente problemáticos, como su visión revisionista de la historia, su ambiguo tratamiento de la cuestión racial, o su apego a un tratamiento casi pornográfico de la violencia, cada día más carente de la distancia irónica con la que otrora supo ganar mi adhesión y hasta mi complicidad. Los grandes méritos de esta filmografía no la eximen de sus fallas y hasta bajezas, y ya el tiempo sabrá hacer la justa repartición de las cosas. Veinticinco años luego de haberlo descubierto, no he conseguido resolver los sentimientos contradictorios que el cine de Tarantino genera en mi interior, y no serán estas líneas que zanjen mi propio debate. En la espera, quizás valga recordar la moraleja con la que cierra una de las películas favoritas de Tarantino, El hombre que mató a Liberty Valance (Howard Hawks, 1962): cuando la leyenda viene a ocupar el lugar de la historia, toca imprimir la leyenda.

Quentin Tarantino
Su amor por las películas lo llevó a trabajar en una tienda de videos. Durante este tiempo escribió los guiones de True Romance y Natural Born Killers. El debut como director de Tarantino llegó con Reservoir Dogs en 1992, pero el reconocimiento del público y de la crítica se disparó con Pulp Fiction en 1994. Sin embargo, casi todas sus películas han conocido el éxito en taquillas y se han convertido rápidamente en títulos de culto. Al mismo tiempo, Tarantino se refleja en el deseo estadounidense de ser entretenido por una carnicería y también en su propio papel al satisfacer ese apetito. La mezcla y reescritura de elementos de la cultura pop en diálogos y cuadros, combinados con exquisitas bandas sonoras y retratos violentos, crean un juego de géneros y estilos. Estas referencias hacen un guiño a esas películas que deben haber marcado una fuerte influencia en un joven Tarantino que descubría tanto clásicos, como joyas escondidas e ignoradas de la historia del cine, con el pesar de la desaparición de las tiendas de alquiler de videos: “Había una calidad diferente en la tienda de videos. Mirabas a tu alrededor, recogías cajas, leías el reverso de las cajas. Hacías una elección y tal vez hablabas con el chico detrás del mostrador, y tal vez él te señalaba algo. Y no solo ponía algo en tu mano, sino que te daba un pitch de venta en algún momento. Entonces, el punto es que estabas inmerso, de una manera que no estás inmerso en tecnología electrónica cuando se trata de películas”

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