Por Galo Alfredo Torres
Retrato de una sociedad pero también de unos individuos, Paraíso ahora primer estreno palestino en el país.
En sentido lato se dice mártir (del latín martyr- yris) de la persona que muere o padece extremamente en defensa de creencias, convicciones o causas. Pero dicha muerte o padecimiento estarían subrayados por el goce, por la convencida felicidad del sacrificado, lograda sobre la creencia de estar dando cumplimiento a la voluntad de una divinidad y la seguridad de una recompensa: el paraíso, la felicidad en el reino de los inmolados, de los que han dado la vida por otros. Estas premisas martiriológicas están en la base de muchas religiones, las sustentan por igual la Biblia y el Corán. La hagiografía católica, sin ir muy lejos, es el relato de los mártires de la fe. Pero el hecho de que un joven o una joven palestina decidan inmolarse detonando una bomba en las calles de Israel tiene otros componentes, que pasan no solamente por lo teológico y hagiográfico sino que se extienden a lo ideológico del esencialismo étnico y lo geopolítico, pero por sobre todo por la alienación, la manipulación y las degeneraciones de todo purismo cultural. Justamente desactivar tan per- versos nudos conceptuales es lo que pretende el filme palestino Paraíso ahora (2005) de Hany Abu-Assad, significativamente coproducido por Francia, Alemania y Holanda.
La película resulta estimulante para nuestras salas por varios motivos. El primero, su sonada presencia en selecciones oficiales de festivales que son referenciales en el circuito mundial contemporáneo –ganó dos premios en Berlín– significa la visualización de un cine nacional que es decididamente periférico. Alberto Elena en su libro “Los cines periféricos” (1999), en el capítulo que dedica al cine de Medio Oriente, relata las desventuras del cine palestino que nace en los setenta: desde allí, atrapado y signado por las tensiones de la guerra, su adhesión a la O.L.P., su vocación por el documental de intervención y las películas que realizan cineastas de otras naciones que simpatizan con la causa palestina. Michel Khleifi pasa por ser el cineasta emblema de los ochenta y noventa primero con el documental Memoria fértil (1980) y las ficciones Bodas de Galilea (1987) y El cántico de las piedras (1990). Este pequeño cine nacional no obstante ha dado origen “no sin cierta sorpresa, a la más fulgurante revelación de los últimos años del cine árabe: Crónica de una desaparición” de Elia Suleiman, filme que rompió con todos los esquemas formales del siempre en crisis cine medioriental. Y Suleiman se consagraría definitivamente con la satírica Intervención divina, película aclamada en el festival de Cannes 2002 (ver recuadro). Junto a este director surgen otras voces como las de Rachid Masharawi, quien en sus tres películas centra su mirada en la cotidianidad de los territorios ocupados. Del mismo Abu-Assad ha circulado en festivales La boda de Rana (2002), filme que articula ciertas tradiciones, usos, idiosincrasias y conflictos personales sobre ruinas, explosiones y redadas.
Paraíso ahora resulta también refrescante en otro sentido. El filme es una visión desde el interior mismo del conflictivo Medio Oriente, pero a pesar de proceder de una de las partes en conflicto, de entrada hay que decir que nada tiene que ver con las lecturas y construcciones que del problema israelo-palestino nos entregan las cadenas televisivas, nativas y transnacionales fuertemente idiologizadas. Lo que redunda a favor del film es el radical espíritu crítico que lo anima. Abu-Assad se ciñe rigurosamente a aquello que su compatriota Edward Saïd demarca como lo propio del artista o intelectual: “Las representaciones intelectuales, sus articulacio- nes de una causa o una idea con vistas a la sociedad… son la actividad misma, dependiente de un tipo de toma de conciencia que es escéptica, comprometida, inquebrantablemente consagrada a la investigación racional y al enjuiciamiento moral”. La película enfila contra los móviles teológico-políticos y mediáticos que condicionan el surgimiento de los mártires y su inmolación. En los diálogos los argumentos religiosos aparecen tan elementales y risibles, trágicamente simples, como la “certeza” que anima a los mártires de que dos ángeles los recogerán y los llevarán al paraíso. El filme toma posición, como se debe hacer de cara a una situación extrema. Contra los argumentos de la Intifada sustenta una serena filosofía política que en la diégesis la enuncia el personaje femenino, Suha, funcionaria de los derechos humanos, poseedora de una formación cosmopolita y por tanto con otra visión del mundo y de la situación nacional. Este personaje parte de reconocer que Palestina no tiene poder militar, que la resistencia puede desarrollar varias formas y vías, y que por ello es imperativo impulsar la guerra moral. La duda y retroceso de Khaled al final de esta aventura sacrificial, acaso sea la expresión más contundente de la bancarrota del ideario beligerante y sangriento de la guerra santa.
La película es muy obediente a los códigos genéricos del thriller político, manejando los tiempos y los nudos dramáticos que van desde la presentación y configuración de los personajes, su abrupto estado de desempleo y la rápida captación de los dos jóvenes por parte de la dirigencia guerrera, con el argumento de ser los “elegidos”. Es tan reveladora la transformación que en sus figuras exhiben los dos personajes, Saïd y Khaled, que justamente demarca el paso del anonimato laico al supuesto estado de santidad guerrera. Es clave aquella frase que uno de ellos lanza: “nuestro cuerpo es lo único que nos queda”. Paralelo al nudo central –la preparación y ejecución de la operación religioso-militar– la película pasa cuentas a otros temas subsidia- rios: la desacralización de la cúpula de la resistencia armada y su sospechoso heroísmo, pues hay un supuesto mártir al que todos creen muerto pero que sigue vivo, y el retrato de la fría dimensión burocrática con que el buró político administra la muerte de sus reclutas: es sobre- cogedoramente irónica la escena en que Khaled lee la proclama frente a una cámara descompuesta, al tiempo que los burócratas del partido se dedican a comer. Otro de los fenómenos que también desnuda la película es la dimensión mediática y mercantil que los componentes del martirio han adquirido en la sociedad palestina, expresadas en el expendio público de las filmaciones tanto de los discursos de despedida de los mártires como de las confesiones y ejecuciones de los “colaboradores”. La voracidad humana no tiene límites, parece reflexionar el director.
El tema de los colaboradores en los territorios ocupados es medular en el filme, ya que es unos de los resortes que justifican las decisiones y acciones de Saïd, cuya vida ha estado marcada por la vergüenza de ser el hijo de un “delator”. Las consecuencias de la represión social –que afecta a las familias y amigos del delator– las encarna este chico que en el “lavar la culpa” del padre encuentra otro motivo para inmolarse. Retrato de una sociedad pero también de unos individuos. Y este es otro punto a favor de la película: al focalizar a Saïd, reencuentra y cuenta la historia de un sujeto individual, dando cuenta de sus sentimientos y angustias, retratando al hombre y su circunstancia; así se escapa a las burdas generalizaciones del personaje estereotipado de fácil digestión y previsibilidad. Con mucha agudeza la película sortea igualmente el siem- pre peligroso regodeo en la violencia explícita y morbosa del plano llenado con imágenes destinadas a la simple impresión. El filme funciona por alusión, sugiriendo, mostrando solo lo necesario, para que la metonimia funcione y el espectador no se olvide que lo que está en discusión son ideas. Es ejemplar el desen- lace y sobre todo el final. Luego de las dudas de Khaled y el acto de amistad de Saïd, la cámara encuadra y se demora sobre el irreversible pánico de sus ojos, enseguida hay un fundido al negro que se mantiene unos considerables segundos sin sonido antes de que asomen los créditos; tiempo, silencio y oscuridad para que el espectador piense en la fragilidad de los hombres.

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