Por Alexis Moreano Banda
El viento que acaricia el prado de Ken Loach no es ni un panfleto de denuncia ni un film ingenuamente pacifista. Es sin duda uno de los grandes filmes políticos de los últimos años.
Vista la reciente multiplicación de películas estadounidenses que toman por tema la invasión de Irak desde una perspectiva que contraría el discurso oficial de la administración Bush, uno pudiera pensar que Hollywood se ha descubierto súbitamente una conciencia, poniendo fin así a cinco años de silencio cómplice o de promoción activa del más pernicioso patrioterismo. A nadie debiera engañar, sin embargo, el hecho de que los altos ejecutivos y algunas de las más rutilantes estrellas de la “fábrica de sueños” hoy afirmen haberse enterado recién de lo que el mundo entero conoce y denuncia desde hace un lustro – a saber, que la intervención armada estuvo justificada por un conjunto de mentiras y burdas aproximaciones, y que la ocupación y la posterior gestión del conflicto se han revelado desde entonces catastróficas, por decir lo menos. En realidad, películas como En el valle de Elah de Paul Haggis, Rendición de Gavin Hood, El reino de Peter Berg o Leones y corderos del insufrible Robert Redford, por no citar sino unos pocos ejemplos, no hacen sino prolongar la larga historia de servilismo hacia la clase política que Hollywood practica con mayor o menor transparencia según lo requiera la coyuntura (que en esta ocasión no es otra que la proximidad de un año electoral en el que, salvo grandes sorpresas, los neo-conservadores deberán ceder sus oficinas a otros halcones más discretos). Tal como sucedía en los tiempos del western, también en estas películas el espectáculo busca cumplir una función primordialmente catártica, introduciendo la idea de que el desconocimiento del horror redime de la culpa.
Parecería sin embargo que esta ideología del “todos ignorantes, todos inocentes” ya no moviliza, si se considera que el éxito comercial de este cine pretendidamente crítico es a duras penas modesto. Algunos observadores sostienen que estas películas han llegado demasiado temprano (el público no estaría todavía preparado para reconocer que su país ha perdido la guerra), mientras que otros afirman que han llegado demasiado tarde (ya el público estaría harto de que le recuerden que su país ha perdido la guerra). Pero es también posible (y hasta deseable) que el público no se haya tragado esta vez la impostura, y que se esté configurando entre los espectadores una real (aunque altamente improbable) cultura crítica. Por fortuna, existen suficientes ejemplos, algunos de ellos producidos al interior mismo de la gran industria del entretenimiento, que demuestran la buena salud de un cine verdaderamente crítico y reflexivo, que exploran el horror de la guerra en su dimensión más universal, trascendiendo las especificidades contextuales, y cuyos ataques no se quedan en la reconfortante condena a una administración política particular definitivamente venida a menos. Es el caso de la penúltima película de Ken Loach, El viento que acaricia el prado, que Ochoymedio estrena este mes.
Situada en la Irlanda de los años 1920, la película se articula en la historia paralela de dos hermanos que luchan contra el imperio británico por la independencia de su país. El mayor de ellos, Teddy O’Donovan, lidera un escuadrón de combatientes republicanos voluntarios al que pronto se adherirá Damien, su hermano menor, tras asistir al asesinato de uno de sus amigos (torturado hasta la muerte por un escuadrón de soldados británicos por haberse negado a hablar en inglés) y presenciar poco después cómo los ocupantes daban rienda suelta a la brutalidad durante un banal control administrativo. El filme retrata a los combatientes locales como campesinos profundamente arraigados a su tierra y a sus costumbres, allí donde los soldados son invasores llegados de lejos; los primeros se entrenan en la clandestinidad y de manera rudimentaria, mientras que los ocupantes están sobre-entrenados y portan armas de última generación; los republicanos son presentados como luchadores motivados por los más altos ideales, los soldados no son otra cosa que viles mercenarios que no dudan en recurrir al insulto, las violaciones y la tortura para detener una insurrección que a la larga terminará por expulsarlos. Hasta aquí todo neto, cada campo y cada rol y cada campo claramente diferenciados, pero Loach y su fiel guionista Paul Laverty son demasiado lúcidos como para caer en la elegía simplona o el maniqueísmo. A partir del momento en que los acuerdos de paz son firmados, la película seguirá el destino divergente de una Irlanda que, en nombre del pragmatismo, acepta la sumisión a la corona británica a cambio de la libertad administrativa, opuesta a otra Irlanda que, en nombre de los ideales, preferirá continuar la lucha hasta obtener una independencia total, aún a sabiendas de que la guerra será esta vez fratricida.
El viento… es pues un filme de época, con vestuarios y escenarios fielmente reconstruidos y cuya trama se halla sólidamente anclada en la Historia. Su actualidad, sin embargo, salta a los ojos en cada plano. ¿Cómo no ver en estos soldados ingleses a los boys estadounidenses invadiendo sistemáticamente las moradas de los civiles iraquíes en busca de un improbable resistente? ¿Cómo no ver en la división de los republicanos el fantasma de la guerra civil que se instala progresivamente en el medio Oriente? ¿Y cómo no ver que, lejos de hablarnos del pasado, Loach nos recuerda que el horror de la guerra es real y absoluto, que es todavía y siempre el mismo, y que son siempre los más desprotegidos los que terminan por llevarse la peor parte? No es la primera vez que el realizador se interesa por el conflicto irlandés (recuérdese en particular su magnífica crítica del thatcherismo Hidden Agenda), pero esta vez se ha propuesto revisitar un momento preciso en la larga historia de esta lucha (que aún no halla una solución definitiva) para interrogar mejor nuestro presente. “La historia de una lucha de independencia, ha dicho en una entrevista, es una historia que no cesa de ocurrir. Y por ello siempre es un buen momento para contarla. En alguna parte del mundo hay siempre algún ejército de ocupación enfrentándose al pueblo que lo resiste”.
Pero más allá de la historia que el film presenta a la vez que hace presente, más allá de la mirada admirativa que el realizador posa sobre las mujeres y hombres que resisten, más allá de su capacidad a hacer emerger la esperanza allí donde todo pareciera inducir al desaliento y la belleza en medio de la sordidez, Loach alcanza la cúspide de su arte cuando filma la política en acción. Las escenas de las reuniones en las que los republicanos discuten sobre las estrategias a seguir constituyen probablemente los momentos más intensos del film, tanto en términos dramáticos como estéticos. En estas escenas, en las que todo trabaja para intensificar la potencia del diálogo y el intercambio entre diversos, cada personaje que interviene parece saber que con cada palabra está jugándose la vida. Loach deja a cada cual la libertad de expresar y desarrollar sus ideas, de interrumpir y contraponer argumentos, de defender convicciones y reivindicar posiciones, aún a riesgo de pasar por intransigente. Hay cosas que no se negocian, se espetarán unos y otros, y cada cual tendrá sin duda sus razones. No habrá lugar aquí para concesiones, y mucho menos para el consenso (que, como muy bien ha subrayado Rancière, lejos de ser para la política una meta, constituye su anulación misma).
Articulada en torno a la figura altamente simbólica de los hermanos (de armas y de sangre) que devienen adversarios, Loach nos conduce de la Irlanda de 1920 al Irak del presente sólo para proyectarnos al horror eterno y universal de todas las guerras. Pero a diferencia de los filmes tan llenos de buenas intenciones y verdades prefabricadas que Hollywood ha decidido exportar, El viento… no es ni un panfleto de denuncia ni un film ingenuamente pacifista. Más que condenar el recurso a la violencia, Loach propone una interrogación sobre las condiciones históricas que la motivan y sobre las fuerzas que la conducen. El título original de la película, The Wind That Shakes the Barley (“el viento que mece las espigas”), es también el título de una canción escrita por el poeta irlandés Robert Dwyer Joyce a inicios del siglo XIX, en la que se cuenta la historia de un joven independentista cuya amada cae asesinada por bala enemiga. El soldado decide enterrarla no en un cementerio, sino en los campos de cebada, para poder recordarla cada vez que el viento ponga a mecer las espigas. La canción refiere alegóricamente a la memoria de los caídos durante la rebelión independentista de 1798, muchos de los cuales fueron enterrados en varias fosas comunes dispersas por los campos irlandeses. La invocación desde el título del film de esta memoria a la vez tan lejana y presente da cuenta tanto de la siempre eficaz pedagogía de Loach cuanto de la sutileza de su arte. El viento… es sin duda uno de los grandes filmes políticos de los últimos años.
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