Por Rafael Barriga
Basta mirar una ceremonia cualquiera de entrega de los premios Oscar, para darse cuenta de la importancia que sus organizadores le dan al premio de “mejor película en lengua extranjera”. El evento rebasa las tres horas, y cuando los premios se entregan a las grandes estrellas de Hollywood –actores, actrices, fotógrafos, directores, guionistas–, una gran fanfarria los acompaña. Sin embargo, cuando se entrega el premio a la “mejor película en lengua extranjera”, los anunciadores invitados –generalmente personajes destacados del cine mundial, sobre todo conocidos en los Estados Unidos, como Antonio Banderas o Sofía Loren– rápidamente, como si tuvieran un apuro extremo leen los países y títulos de los filmes nominados. No se presentan clips de las películas, apenas un still de cada una con su título sobreimpreso. Sin pausa ni misterio, como queriéndose desembarazar del asunto, leen el país y film ganador. Con igual apuro, el emocionado realizador ganador, procedente de algún desconocido país del mundo sube, y balbuceando un mal inglés agradece lo que puede. A los breves segundos la orquesta empieza la cancioncita. El premio ha pasado, casi siempre, para los millones de televidentes norteamericanos que esperan los premios gordos, sin pena ni gloria.
Habrán sus excepciones. ¿Quién puede olvidar a Roberto Benigni saltar de júbilo y dar brincos de felicidad cuando obtuvo su Oscar por “La vida es bella”? ¿O la compostura y elegancia de Ang Lee cuando ganó con “El tigre y el dragón”? Y de hecho, ¿qué amante serio del cine puede negar que, normalmente, aquella cinta beneficiada con el galardón a la cinta de “lengua extranjera” es más potente cinematográficamente hablando que la que se lleva el máximo galardón, es decir el premio a la mejor película? ¿Podría usted comparar el film “Argo” de Ben Afllect, filme ganador a la mejor película en 2013, con “Amour” de Michael Haneke, ganador en el mismo año de la mejor película “en lengua extranjera”?
¿De qué sirve, entonces, para una película que no se inscribe en lo que la industria llamada el “cine de Hollywood”, ganar el Oscar a la “mejor película en lengua extranjera”? Notablemente, muchas de las películas que se hacen con aquel galardón reciben gran distribución internacional. Aquello significa más pantallas para esas cintas, más dinero para productores, agentes de venta y distribuidores. Hay también una muletilla de “prestigio” en aquel que gana el Oscar, incluso esto ocurre con películas nominadas. A veces no hay que ganar para sentirse ganadores. La industria cinematográfica colombiana se precia, por ejemplo, de que su filme “El abrazo de la serpiente” fuera nominada a los premios de la academia. El Oscar corona los síntomas de su buena salud, de su creciente interés internacional, de su estrategia exportadora, de la capacidad de sus realizadores y técnicos. Ganar el premio Oscar es, a no dudarlo, más importante en términos económicos que ganar, por ejemplo, la Palma de Cannes. Y hay algo más: todos necesitamos ser reconocidos por quienes dominan. Sea cual sea la materia o disciplina. La industria cinematográfica de los grandes estudios de los Estados Unidos es dominadora absoluta de la distribución y exhibición de sus productos en el mundo entero. Quizás, en casi ningún otro ámbito se pueda ver semejante monopolio. En promedio, el 85 por ciento de las películas que se pueden ver en los cines de todo el mundo, es producida y distribuida por aquella industria. Así que, ¿quién no va a querer ser parte, aunque sea una parte pequeña, modesta, apurada, de semejante imperio? ¿Quién no va a querer sus 15 minutos de fama (en este caso 15 segundos) y recibir la dorada estatuilla, ser parte del glamour, vestir de frac y vestido largo para asistir al Kodak Theatre de Los Angeles, ser invitado al afterparty de Vanity Fair y ver de cerca las espigadas figuras de Jennifer Lawrence o Bradley Cooper…?
El Ecuador nunca ha estado nominado al Oscar. El cine ecuatoriano, algunos años, apenas si ha podido enviar una película para la consideración de los votantes de la academia. Ninguna de las películas que se hacen aquí ha llegado, tan siquiera, a la lista corta de 15 o 20 películas que se publican como semifinalistas. Decidir el nombre del film que representará al país ha sido una pesadilla, al no contar con los mecanismos articulados y adecuados. Un año, incluso, entre gallos y medianoche, los realizadores de “Sueños en la mitad del mundo” trataron de enviar la película a nombre de Ecuador, a pesar de que no había ningún consenso al respecto y otorgando al concepto de “viveza criolla” un nuevo y vergonzoso ejemplo.
¿Llegará el día en que el Ecuador logre su primera nominación al Oscar? ¿Debería existir una academia ecuatoriana que, adecuadamente, se reúna a discutir qué filmes deber representarnos en los Oscar y en los festivales que requieran una selección nacional? ¿Debería el estado aportar con dineros para, por ejemplo, publicitar campañas de las películas seleccionadas para que tengan alguna posibilidad de ganar? Son todas preguntas relevantes y que si es que hubiera una política real en torno al audiovisual estarían ya contestadas. Pero por lo pronto, el silencio impera. La confusión acecha.
Los premios Oscar siempre han sido blancos y alineados con el gran corporativismo del cine: fiel reflejo de la industria que los sostiene. El año pasado, varios directores y actores afro-americanos, liderados por Spike Lee, organizaron un boicot a la ceremonia de premiación, en protesta a la ausencia de nominados de ese grupo cultural norteamericano. Y cómo todo lo que hace Hollywood, el espectáculo que ocurre cada mes de febrero en Los Ángeles es parafernálico y provisto de todos los ingredientes de un gran show. No en vano, la transmisión televisiva de los premios es, junto a la final del campeonato de fútbol americano, la más audiencias registra durante el año en los Estados Unidos. Los premios menos importantes, incluyendo el de “mejor película de lengua extranjera”, suceden temprano en la transmisión, dejando para el final los premios que usualmente son ganados por las estrellas más taquilleras.
Una verdadera legión de genios del cine nunca ganó un Oscar: Jean-Luc Godard, Stanley Kubrick, John Cassavetes, Bob Altman, Sam Peckinpah, Sidney Lumet y Alfred Hitchcock, entre muchos otros. Sin embargo, otros grandes si ganaron: Bergman ganó con tres filmes, Fellini con cuatro, Antonioni con dos. Muchas de las películas ganadoras –en todas las categorías– son joyas del cine. Hollywood, de todas maneras, es la gran industria de los sueños, de las grandes producciones. Y nunca ha habido escasez de excelentes películas allí.
En ese espíritu, OCHOYMEDIO ha organizado una muestra de algunas de los “aciertos” de la academia que otorga los premios Oscar. Algunas de las películas que han seleccionado son verdaderas novedades para la cartelera cinematográfica quiteña: “Trenes rigurosamente vigilados” de Jiri Menzel, por ejemplo; o “Mi tío” de Jacques Tatí. Otras son clásicos del cine de autor, indispensables en cualquier curso inicial de historia del cine: “Rashomón” de Kurosawa, “Ocho y medio” de Fellini, “Z” de Constantín Costa Gavras, “El discreto encanto de la burguesía” de Luis Buñuel, entre otros. Y hay otras, como “La historia oficial” del argentino Luis Puenzo, o “El festín de Babette” del danés Gabriel Axel, que premian a dos tradiciones nacionales de cine muy potentes.
La muestra es, pues, un alegato que rescata la modesta diversidad que puede exhibir la academia norteamericana con sus premios. Es, sobre todo, una excelente selección de películas, todas ellas muy importantes para la historia del cine. Quizás, que estas películas que presenta el OCHOYMEDIO este mes, hayan ganado el Oscar es lo que menos importa.

 

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