Por Rafael Barriga
El latin soul es parte de la crónica del Nueva York latino. Es la música que fue necesaria para que los inmigrantes del Caribe permanezcan en el imaginario de la gran manzana.
Ellos llegaron entusiasmados por la oportunidad. Habían sido expulsados de sus países por la pobreza, por la falta de trabajo y por la poca promesa. Nueva York les esperaba con los brazos abiertos, listos para ofrecerles el trabajo que nadie más quisiera hacer, las casas en las que nadie más quisiera vivir, las escuelas en donde nadie más quisiera estudiar. Llegaron como pudieron. Se instalaron como pudieron. Vivieron como pudieron.

Tito Rodríguez, figura del mambo, en el Palladium

Llegaron de todas partes. Los que llegaron de Puerto Rico y de Cuba, allá por los años cuarentas, se afincaron en un costado del barrio de Harlem, que a su masiva llegada cambió de nombre: ahora sería el “Spanish Harlem”. Otros, más pobres aún, se domiciliaron en el sur de Bronx. Los dominicanos hicieron de Nueva Jersey, su Santo Domingo propio. Ecuatorianos –que empezaron a emigrar con gran fuerza en la década de los setenta, hasta sumar 600 mil almas– junto con los colombianos y salvadoreños se fueron aún más lejos: llegaron a Astoria, Jackson Heights, Jamaica, Flushing, todas localidades del condado de Queens.
Eso se siente en el modo de interactuar de la gente y también en las diferentes expresiones culturales que se manifiestan en ese espacio. Tan importante ha sido, por ejemplo, la música latinoamericana que se ha hecho en Nueva York durante los últimos sesenta años, que las páginas de la historia están repletas de gloria. Sin ir más lejos, ir a un concierto de música latina es parte fundamental de la experiencia nuevayorkina para cualquier nativo o visitante. El que no ha ido al SOB’s en este siglo, o no fue al Village Gate con sus lunes de “Salsa Meets Jazz” en los años noventa y ochenta, o al Copacabana y sus endemoniadas descargas, o, en los viejos tiempos, al Palladium, no ha conocido el verdadero espíritu de Nueva York. Y si uno quisiera adentrarse más en la cultura inmigrante de ese “Nueva Yol” –como pronuncian los nuyoricans a su tierra–, ahí está, en pleno Spanish Harlem el “Museo del Barrio” o el “Nuyorican’s Poets Cafe”, en el Lower East Side, allí mismo donde Pedro Navaja hacía sus fechorías.
La crónica del Nueva York latino está llena de música, de esa que en su momento, salía expulsada, en altos decibeles, de las ventanas y las puertas de las humildes viviendas –antes de eso que se llama “gentrificación” (o el aburguesamiento de barrios que en otros tiempos eran populares)– es crucial para entender la experiencia latina en Nueva York.
Esos que llegaron sin nada que perder, esos que poblaron esas casas desvencijadas, donde ya ningún blanco e incluso ningún negro quería vivir, lograron imponerse en el imaginario cultural de la gran manzana con música. Primero fue el Palladium. En esa enorme sala de baile, los inmigrantes cubanos y puertorriqueños conquistaron su fuerte: una vez por semana, en la década de los cuarenta, los bailables de montuno, guaracha y mambo se hicieron leyenda. Éste último caló profundo en la Norteamérica caucásica. La clave la tuvo la televisión, recién inventada y popularizada. Lucille Ball y su show, que presentaba la música de su amado Desi Arnaz, resultó el gran elemento combustible de la fiebre del mambo.

La Lupe en una presentación televisiva

Como toda moda, los bailes en el Palladium se fueron extinguiendo. Pero allí quedaron grandes músicos: Tito Puente sobre todo, que con gran astucia, fue modificando los ritmos más puros del mambo, y los iba dirigiendo hacia una sofisticación más jazzista. Eso fue apuntalado por el trompetista norteamericano Dizzy Gillespie que, acompañado del tumbador cubano Chano Pozo, fundó el cu-bop, que fusiona finalmente dos tradiciones traídas a América por los esclavos del occidente de África: el blues y la guajira. Este modo de componer sería no solo paradigmático en lo musical. En los social, los latinos de Cuba y Puerto Rico encontraban, de alguna manera, cierta validación cultural por parte de su país de acogida, que tenía en el jazz, a fines de los cincuenta y principios de los sesenta, su rasgo cultural más fuerte.
Dos cosas pasaron con la música latinoamericana de Nueva York en la década de los sesenta: una “cubanización” de la experiencia musical, a través de la insurgencia de Fania Records, fundada por un judío, Jerry Masucci, que acertó al crear una súper banda de estrellas de la música latina. La Fania All Stars interrumpió la inminente sofisticación y americanización de la música latina al crear unos éxitos que sonaban a música tradicional cubana. Masucci creó un mini “star system” en el que, con gente como Willie Colón, Ray Barretto, Héctor Lavoe, entre otros, dotó a los latinos, de un rostro propio, uno con carisma y vigor, de juventud y calidad.
La otra cosa que pasó en Nueva York, hacia mediados de los sesenta, es que muchos músicos caribeños se sintieron influenciados por el boom del soul y del rhythm and blues. Siempre me pareció que esta veta, consignada en el latin soul, en el boogaloo y en el shingaling –géneros resultantes de esa influencia– era bastante más verdadera a la motivación cultural de los inmigrantes latinos en la gran ciudad. “We’re ain’t in Cuba no more” decían los vecinos del Bronx. Era natural que la fusión musical se realice con quién más cerca está. Allí, en el Harlem donde primero reinó el teatro del Apollo con Sam Cooke y las estrellas de Motown Records, y luego se impuso las “Soul Train lines”, las líneas de baile de Funk televisadas, estaba el acompañante natural de la rumba y el guaguancó.

La orquesta de Joe Bataan en los sesenta

El Boogaloo nuevayorquino nació al margen de una disquera, y en principio fue bastante desdeñado por el mecanismo mainstream de la música latina, léase Fania Records. Era un fenómeno popular, que ocurría en calles y bailaderos de poca monta. Solo hasta que se comprobó su verdadera vocación comercial, no fue grabado ni editado. Surgieron ciertas bandas: las de Pete Rodríguez, de Johnny Colón, de Joe Bataan, de Bobby Quesada y la rubicunda vocalista cubana La Lupe. Y los ya famosos ídolos de la recientemente bautizada “Salsa” tocaron sus boogaloos también: Mongo Santamaría, Eddie Palmieri, y hasta Ray Barretto con su clásico “El Watusi”. Poco duró, sin embargo, todo esto. La “salsa” se comió al latin soul, y luego, la “salsa erótica” se comió a la “salsa”. Por su parte el “merengue” se comió todo lo demás, y después el “reggeaton” devoró todo. Ahora todo queda, pero en el recuerdo y la memoria.
Latin soul: el alma de los latinos. Nuyorican soul: el alma de los boricuas de la ciudad. Música que suena a calle y a barrio; a gente que vive con las justas, que luego de trabajar en la factoría y limpiando safajones en la marqueta llegaba al barrio a tocar el tambor, a llevar su antecedente hacia otros rumbos y a impregnarse de todo lo que pasaba por delante suyo.
Para terminar esta breve crónica, escrita a propósito del inminente estreno del film “We Like it Like That” de Matthew Ramírez Warren, que sin duda explicará esta historia bastante mejor, transcribo aquí un poema escrito en esos mismos momentos cuando todo esto ocurría. Es todo un clásico de la literatura americana contemporánea y también de la literatura latinoamericana de las diásporas. Se llama “Jibaro, My Pretty Nigger”, y fue escrito por Felipe Luciano, escritor e historiador de la experiencia borinqueña en Nueva York. Desde mi punto de vista este texto representa toda la melancolía de la inmigración, todo el esfuerzo por retener los rasgos culturales propios, toda la mixtura de idioma y la expectativa de adquirir una nueva experiencia, una nueva vida. Exactamente lo que el latin soul trató de conseguir para sus gestores.
JIBARO, MY PRETTY NIGGER
de Felipe Luciano
Jíbaro, mi negro lindo
De los bosques de caña
Caciques de luz
Tiempo es una cosa cómica.
Jíbaro, my pretty nigga.
Father of my yearning for the soil,
The land,
The earth of my people.
Father of the sweet smells of fruit in my mother’s womb,
the earth brown of my skin,
the thoughts of freedom that butterfly through my insides.
Jíbaro, my pretty nigga.
Sweating bullets of blood and bedbugs,
Swaying slowly to the softly strummed stains of a five string guitar
Remembering ancient empires
Of sun gods and black spirits and things that were once
So simple.
How times have changed Man.
how Man has changed time.
“Unnatural,” screams the wind.
“Unnatural.”
Jíbaro, my pretty nigga man.
Fish smells and cane smells and
Fish smells and cane smells and
Tobacco
And oppression makes even God smell foul.
As foul as the bowels of the ship
That vomited you up on the harbors of a cold metal city to die.
No sun, no sand, no palm trees
And you clung,
Yes, you clung to the slimy ribs of an animal
Called the Marine Tiger,
In the name of the Father, the Son, and the Holy Ghost Amen.
Jíbaro, did you know you my nigga?
I love the curve of your brow,
The slant of your baby’s eyes
The calves of your woman dancing;
I dig you!
You can’t hide.
I ride with you on subways.
I touch shoulders with you in dances.
I make crazy love to your daughter.
yea, you my cold nigga man.
And I love you ’cause you’re mine.
And I’ll never let you go.
And I’ll never let you go.
(You mine, nigga!)
And I’ll never let you go.
Forget about self.
We’re together now.
And I’ll never let you go!
Uh’uh
Never, Nigga.

 

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