Por Christian León
Hay directores que no solo hacen cine, sino lo reinventan. Hay películas que no solo cuentan historias, sino que cambian las leyes de la narración. Es el caso de Apichatpong Weerasethakul y su última película “Memoria”. Con 10 largometrajes a su haber realizados desde 2000, el director tailandés ha construido una obra que a cada paso reelabora las operaciones figurativas y narrativas del lenguaje cinematográfico. No en vano críticos como Manu Yáñez sostienen que estamos ante el “director más importante del cine contemporáneo”. Memoria lleva esta apuesta a uno de sus puntos más altos, al llevar las obsesiones creativas del director a espacios inexplorados en donde la imagen se vuelve meditación y la historia estalla en mil pedazos para dejarnos sentir la palpitación del cosmos.
Memoria es una ambiciosa co-producción que incluye a 9 países, es el primer filme de Weerasethakul filmado fuera de Tailandia, con actores internacionales de renombre como Tilda Swinton y Daniel Giménez Cacho.  A pesar de la escala de la producción, es un filme reposado y maduro, revelador y sabio, ejecutado con rigor y sensibilidad. Delata a un artista que sabe lo que hace, y filma con aplomo y maestría. Atrás quedan experimentaciones irónicas y desopilantes de filmes como Mysterious Object at Noon (2000), The Adventure of Iron Pussy (2003) o Syndromes and a Century (2006).
Memoria retoma la beta trascendental del cine del director tailandés explorada en filmes como Tropical Malady (2004) y Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives (2010), filme galardonado con la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Como en esos filmes, Memoria trabaja un noción de espiritualidad panteísta, la trasmigración de las almas en distintos cuerpos y la noción de vacuidad, que según el budismo nos lleva a pensar que la realidad es pura ilusión. Como el cineasta ruso Andrei Tarkovsky, o el realizador turco Semih Kaplanoǧlu, Weerasethakul hace del cine una forma de revelación mística y espiritual. Si existe alguna duda, basta con ver Memoria.
A la manera del cine de suspenso, pero muy al estilo Apichatpong, la película juega con la expectativa que genera un misterioso ruido que intenta ser explicado y conjurado. Sin embargo, a lo largo de la película la tensión no se disipa sino al contrario se multiplica en una serie de sucesos inexplicables que confluyen en el desconcertante final que hace un guiñó al cine fantástico y de ciencia ficción. Memoria es un filme que explora muchas líneas narrativas que deja inconclusas, apuesta a multiplicar la incertidumbre y el desconcierto, responde a una pregunta con otra pregunta, al misterio con misterio.
La historia arranca cuando Jessica Holland, una mujer inglesa que vive en Medellin y se dedica al negocio de las orquídeas viaja a Bogotá a visitar a su hermana que se encuentra enferma. Una noche escucha la detonación de un ruido que solamente ella percibe y que va a repetirse con frecuencia en su vida diurna. Jessica describe a este ruido como «una bola de hormigón que golpea una pared metálica rodeada de agua de mar”. En busca de explicar lo que sucede, acude donde un músico e ingeniero en sonido que reproduce electrónicamente el sonido, una doctora que se niega a darle calmantes y le sugiere experimentar la belleza y la tristeza del mundo, una antropóloga que trabaja en la morgue de la universidad, y un misterioso hombre que descama pescado a horillas de un río.
Con un lenguaje al que ya nos tiene acostumbrados -planos generales y estáticos de larga duración, montaje fragmentario, cuestionamiento del realismo- Memoria desmonta las certezas establecida para hacer de la realidad un enigma. No en vano el leitmotiv del filme es un sonido que el director se encarga de hacernos saber no esta solo en la cabeza de Jessica. Ruidos similares, no audibles para todos, parecen atribular a otros transeúntes y activar las alarmas de los autos. No es Jessica quien delira sino la propia realidad.
En la escena más hipnótica y desconcertante del filme, Jessica se encuentra con Hernán, un campesino que descama pescado a horillas de un río en medio de la selva.  El hombre le confiesa que no tiene la capacidad de olvidar y recuerda todo con solo tocar, le muestra unas piedras que guardan la memoria del mundo. Súbitamente, Jessica narra un recuerdo involuntario que pronto nos damos cuenta es una reminiscencia de infancia de Hernán. Es como si los recuerdos pudiesen migrar de cuerpo en cuerpo, como si estuviésemos en presencia de recuerdos compartidos por distintos seres, humanos y no humanos. Con esta poderosa escena, el director tailandés parece aludir a la memoria del planeta que existe más allá de los cuerpos individualizados, aquella antiquísima poesía del cosmos.
Memoria, constituye pues, una profunda meditación visual que difumina los bordes entre interior y exterior, fantasía y realidad, delirio y certeza, presente y pasado, humano y no humano, para dejarnos vivir profundas realidades que nos recuerdan que el universo es memoria y poesía.

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