Por Francisco X. Estrella
Precedido por un aire de polémica que quiso imponerle un estigma NC-17 —valoración que en Estados Unidos califica la idoneidad moral de una cinta sobre la base de aspectos sexuales o violentos y la restringe a un público mayor de 17 años en su puesta en salas—, pero también con un aire de gloria en festivales internacionales —recuérdese la ovación de casi quince minutos en Venecia—, el largometraje Blonde, de Andrew Dominik, lleva un mes de exhibirse en Netflix. Es el traspaso cinematográfico de una novela algo tortuosa y elefantiásica de Joyce Carol Oates, ni de lejos una de las mejores en su virtuosa y extensa obra, pero que posee la gracia de recoger partes de la vida de Marilyn Monroe y generalizar una idea de la diva a partir de ellos, es decir, manipular una selección no exhaustiva de sucesos de su trayectoria. “El lector que desee conocer datos biográficos fidedignos de Marilyn Monroe no debería buscarlos en Blonde, que no pretende ser un documento histórico, sino en biografías autorizadas”, declara la novelista en la primera página del libro, y en adelante enumera algunas de esas biografías que ha consultado para construir su novela, en actitud de libre imaginación aunque bajo el meticuloso espíritu que rige a una escritora como ella.
“Es una vida radicalmente destilada en forma de ficción”, dice Oates acerca de su novela sobre la rubia del siglo XX y creo que debemos otorgar el valor que merece la ponderación de radicalmente destilada con la que se dirige la novelista a su libro, transcurridas varias semanas de haber sido vista y discutida su versión para cine. La película resultante no le va a la saga en su intención radical —al menos intención— y consigue, como un primer triunfo, aclarar la maraña de referencias, delirios, voces e introspecciones contenidos en Blonde, la novela. La cinta nos ahorra el libro, vamos, aunque esto suene a sacrilegio. Allí donde hay confusión y oscuridad en la novela, encontramos transparencia, sentido y resumen, a veces simple o simplista, en la película de 2022.
Porque Marilyn Monroe —nacida Norma Jeane Baker—, todos lo sabemos de oídas o de propia lectura y consulta, padeció una vida de vejaciones y abandono empezando por el de un padre al que jamás conoció y de una madre que terminó de por vida en un hospital psiquiátrico. El éxito de la estrella y la pronta conversión de Norma Jeane en la bomba sexual del Hollywood de oro de los años cincuenta del s. XX, estuvo matizada por continuas crisis, depresiones, alcoholismo, sexo desenfrenado y consumo de píldoras con los que la rubia pretendía calmar sus múltiples ansiedades. Este es precisamente el hilo conductor de Blonde, la cinta, los vacíos y carencias de MM hasta el punto de hallar al final del camino el más trágico de los destinos. Es el punto de vista elegido por el autor de la cinta, Dominik, persuadir a los espectadores sobre la inevitable caída del elegante y vulgar ángel de la voluptuosidad. Blonde es una historia de desequilibrio psicológico, no un tratado moral.
La cinta ha sido dividida en episodios que resultan muy útiles, por ilustrativos, para entender el descenso de Marilyn a los infiernos. Su infancia nos es referida en forma de vacío paterno y pronto conocemos las graves fisuras en el temperamento de su madre al punto que la pequeña Norma Jeane termina en un orfanato. Se nos muestra el recurso con el que la cinta intentará dar cuenta de los hechos: una narración despiadada, onírica y surreal al punto que las imágenes de un incendio en el que se sumergen Norma Jeane niña y su madre nos trae a la memoria al Lynch de Fuego camina conmigo (1992) o Salvaje de corazón (1990). Adicionalmente, la estética de Blonde parece nutrirse del llamado gore contemporáneo, de una frialdad de época todavía lejana a Haneke y su nihilismo, y algunos indicios que parecen situarnos en el mundo digital de hoy o echar mano de la pornografía en Internet. Blonde recoge a retazos esas herramientas visuales para contarnos la historia de Marilyn y utiliza recursos de alta resolución técnica que desfilan de principio a fin en una cinta de casi tres horas de duración.
Así, los episodios de Blonde nos muestran que la puerta del estrellato fue abierta para Marilyn gracias a que el gran patrón de Hollywood, Míster Z (presuntamente Darryl Zanuck en la vida real), levantó su falda y la penetró a gatas en su oficina, que las comparecencias de los actores del “método” de Stanislavski eran tan vívidas y subconscientes como lo quiso su autor, que el padre ausente quiso ver de nuevo a su encumbrada hija y así se lo hizo saber en sucesivas cartas que Norma Jeane escuchaba pero jamás leyó, que los hijos de los famosísimos Charles Chaplin y Edward G. Robinson, monumentos vivos del arte del cine en América, padecían en grado superlativo la maldición de la descendencia de los ultrafamosos, soledad, abandono y consecuente amoralidad. Con este dúo, el de Cass Chaplin y Eddy Robinson Jr., Norma Jeane configura un libidinoso y temerario trío sexual que refrenda su vocación por la carne, aún a su pesar. “Estamos malditos, Eddy y yo”, declara Cass, y se reconoce como el estigmatizado hijo del Vagabundo, de Charlot. E incide en Norma Jeane: “te reconocí apenas te vi. Sin padre, como yo. Humillada” hasta que el pacto carnal entre ellos se zanja en la arena de la playa donde se declaran gemelos condenados —Cass y Norma Jeane responden al signo zodiacal de Géminis— o en las lágrimas de Cass Chaplin quien otro día confiesa, presuntamente drogado, ostensiblemente ebrio, su amor incondicional por Norma Jeane.
Todo esto ocurre en su justa medida visual: la cinta ha sido construida con todas las virtudes posibles, escenas en colores impacientes y melancólicos que dan paso a secuencias en un blanco y negro que recompone la estética del tabloide de los 1950, los rotativos en los que se anunciaban y presagiaban los nuevos filmes de Marilyn Monroe. No solamente eso: el virtuosismo técnico de Blonde rearma las sesiones de fotografía del Mito, realizadas y preservadas para la posteridad: cuando Marilyn termina su matrimonio con el celoso beisbolista Joe Di Maggio y ha pasado a compartir la vida con El Dramaturgo —trasunto de su relación con el escritor judío Arthur Miller— las imágenes reconstruyen la foto del abrazo de la actriz y el artista en cuyo reverso Marilyn escribió “esperanza, esperanza, esperanza”. Más tarde, en medio de una crisis signada por el consumo de sustancias y alcohol, próximo ya el desenlace, Norma Jeane se incorpora en su cama (la secuencia es en blanco y negro), desnuda y manchada de sangre, y la escena parece dar movimiento a la serie de fotos hecha por Bert Stern, “The Last Sitting”, en que se la veía recostada de bruces en su cama, sonriente. En la secuencia final de Blonde se mezclan dos sesiones fotográficas más: las tomas para Modern Screen, de 1953, en la que MM aparecía en su cama al lado de un eterno teléfono negro con la botella de Chanel No. 5 en su velador, pletórica y alegre en la foto original, víctima de un revelado terrorífico y sangriento en Blonde. Cuando Norma Jeane ha muerto como consecuencia de una sobredosis de medicamentos y alcohol en el cierre del filme, la reconstrucción corresponde a la famosa fotografía cenital de Douglas Kirkland, hecha en 1961, un año antes de su final.
Sin embargo, todo este virtuosismo no salva a Blonde de algo que atenta contra su propia intención de radicalidad. Blonde no lleva al extremo sus recursos (surreales, oníricos, pornográficos, inclusive) y éstos permanecen como tales: son recursos, no son fines. Por ello la cinta, fatalmente, permanece arrobada en la placidez conformista de una teleplay —y de sus sospechosas sucedáneas, las actuales series de televisión— y no da el paso para convertirse en una obra de arte. También a ello podría obedecer la insistencia en el melodrama algo previsible y postizo del fantasma del padre que Norma Jeane busca denodadamente, lo que permite llevar adelante el argumento de Blonde. La causalidad psicológica que parte de la ausencia del progenitor y se extiende a los embarazos y abortos de la actriz, parece demasiado simple y pasteurizada con el solo fin de redondear el argumento. Es la virtud y el límite en el punto de vista escogido por el director del filme. Sin embargo, Dominik defiende su enfoque: a quienes se mantienen en un plano realista y solo realista sin atender a las alusiones surreales o, simplemente, introspectivas de Norma Jeane en Blonde, el director los reconviene al insistir en que el padre de Norma Jeane es una voz, siempre es una voz. Y no solo una: es voces y figuras en las que ella cree o sobre las que alucina, voces y figuras que parecen habitar solo en ella, en su imaginación.
Al final del cuento las misivas que a lo largo de la cinta ese padre conjetural envía a Norma Jeane parecen ser obra de Cass Chaplin, canalla que muere cerca del final de la cinta. Sin embargo, la exposición es ambigua: las letras de la carta en las que Cass revela el embuste a Norma Jeane se difuminan ante nuestros ojos. No sabremos nunca si las voces de su padre fueron reales o solamente una alucinación de la atormentada Norma Jeane.
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Todo esto en lo concerniente a lo cinematográfico, tal cual corresponde a una cinta basada en una novela y, por lo tanto, a una ficción a partir de otra ficción. Comentaristas y espectadores airados aquí y allá se han levantado contra la cinta con las más diversas razones y excusas movidas, al parecer, por la fe ciega que nuestro tiempo cifra en la histeria. No han perdonado al director de Blonde que seleccione el punto de vista de la descomposición psicológica de su personaje, no le han perdonado que muestre el cuerpo de la formidable Ana de Armas, actriz que interpreta a Norma Jeane-Marilyn, sus portentosos senos y culo, que se la muestre como víctima de los hombres, como si a esos censores contemporáneos les fuese muy difícil detenerse a pensar en lo que fue la moral americana de la década de 1950, mucho más en los predios de Hollywood. A ellos la puerta de la biblioteca —inclusive de la virtual— parece quedarles demasiado lejos. No han perdonado que el punto de partida sea la ausencia del padre ni que Norma Jeane en Blonde desee tener un hijo o que, en su alucinación, soporte la queja imaginaria del hijo no nacido, producto de los abortos que se ha practicado. No le han perdonado que sufra ni que grite.
No cabe decir mucho ante esta tendencia, quizá estos caballeros y damas que hablan y hablan no estén dispuestos a aceptar que Norma Jeane en el papel de Marilyn cantó, ella misma, que “toda niña necesita un papito para tranquila vivir» o que «toda niña tiene un papito que la pueda socorrer”, como lo teje y expone la cinta de modo hábil y laborioso. Ella lo cantó, camaradas.
Parecen no estar dispuestos a aceptarlo porque en nuestros días no deseamos ver lo existente sino lo que nosotros hubiésemos querido que existiera. Como dice Marilyn en Blonde al recibir una carta insultante que sus asistentes leen en el camerino: “unos odian a Marilyn Monroe. Otros la aman. Son como los críticos”.
Aquí estamos todos de nuevo convertidos en críticos, encarnizados críticos de a pie, o, ay, censores woke. Y de otro lado están los profesionales, hablando otra vez sobre Norma Jeane, aunque hayan transcurrido sesenta años de su tormento y ahora cada quien posea su propia Marilyn, cada quien conciba y defienda su propio mito. Abrazados a su mito como a una muñeca rota.
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