Por Rafael Barriga*
Zona de interés, ganadora del gran premio de Cannes y nominada a cinco premios Oscar, es un audaz estudio ético y estético de una historia sobre el Holocausto que no tiene parangón. Es un film que queda bien marcado por días, semanas o meses, para quien tiene la buena fortuna de verlo.
Un picnic en pleno verano. El río y sus aguas límpidas. El sol que baña con cuidado a una joven familia y sus criadas. Los pájaros que inundan el sonido. La familia –padre, madre y cinco hijos– vuelve a casa al atardecer. La casa es grande, y con la luz del día siguiente vemos que es amplia, y contiene dos predios de jardines, bellamente ornamentados con flores y plantas y en el remate está un cobertizo con más flora. Una piscina con tobogán completa la propiedad. Sin embargo, hay algo especial. Colinda –muro de por medio– con el campo de concentración de Auschwitz, y estamos en pleno tiempo de exterminio. El dueño de casa, Rudolph Höss es, nada menos, el comandante a cargo del campo.
Las primeras imágenes de Zona de interés, plantean la contradicción con lo que será la cualidad de toda la película: se centrará en los perpetradores más que en las víctimas, y la cámara nunca se desviará más allá del muro que separa el jardín del campo mismo. Puertas adentro, vemos a Höss y su esposa Hedwig convivir con cierto equilibrio y sin una gota de culpa. Hedwig, en particular, toma orgullo en la jerarquía de su marido, y no tiene ninguna objeción de conciencia en tomar las mejores posesiones –un abrigo de piel, entre otras cosas– de las víctimas del otro lado del muro. Vemos desayunos generosos y fiestas infantiles gozosas. Vemos la naturaleza y lo bucólico. Vemos al sol brillar en la casa Höss en ese verano de 1943. Pero, a lo largo del film, y gracias a la extraordinaria utilización del sonido, la muerte y el genocidio estará presente siempre, cada minuto.
Escuchamos, en el fondo, los murmullos lejanos –pero completamente en primer plano– de gritos y lamentos, la presencia de maquinaria, de trenes que van y vienen. Entendemos con nuestros oídos que lo que está al otro lado del muro es la usina enorme de la muerte. Escuchamos los detalles clínicos del exterminio, los sonidos del silencio.
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Zona de interés estuvo diez años construyéndose. Su director, Jonathan Glazer, es uno de los más respetados realizadores británicos de su generación, aunque solo ha hecho, contando con esta, cuatro películas. Su debut fue, en 2000, Sexy Beast, ahora considerado como un film de culto. Luego hizo otras dos películas intensas, dramáticas y exitosas: Birth (2004), con Nicole Kidman, y Under the Skin (2013) con Scarlett Johansson. Empezó a pensar en hacer Zona de interés tan pronto como terminó de leer la novela en la que el film está basado, escrita por Martin Amis. Sin embargo, Glazer tomó la novela sólo como un punto de partida. Inició una investigación a fondo sobre Rudolf y Herwig Höss. Mientras más los buscaba, encontraba a una pareja de orígenes humildes con aspiraciones burguesas. Encontraba que eran una pareja casi común y corriente. Y quizás, lo que llega a impactar más sobre esta historia, es lo familiar que resultan sus protagonistas. Lo normales que se ven a simple vista.
Interpretados por los actores alemanes Christian Friedel y Sandra Hüller –quien está nominada al Oscar por otra interpretación suya, también en la cartelera de OCHOYMEDIO estos días, Anatomía de una caída– la pareja encarna la insistencia del escritor judío Primo Levi en que son las personas comunes y corrientes, y no los monstruos, quienes son capaces de cometer atrocidades. “Los monstruos existen”, escribió Levi, un sobreviviente del Holocausto, “pero son demasiado pocos para ser verdaderamente peligrosos. Más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios dispuestos a creer y actuar sin hacer preguntas”.
Glazer utilizó métodos poco comunes para filmar esta historia. Algunas escenas fueron escritas, pero otras requerían improvisación de los actores. Escondió las cámaras detrás de los decorados para obtener interpretaciones naturalistas y directas. El resultado es, ciertamente, original. Pero más gloria, sin duda, tiene el montaje del sonido. «Hay, en efecto, dos películas», explica Glazer. “El que ves y el que escuchas; y este último es tan importante como el primero, y posiblemente más. Ya conocemos las imágenes de los campos a partir de imágenes de archivo reales. No hay necesidad de intentar recrearlo. Pero sentí que, si pudiéramos oírlo, de alguna manera podríamos verlo en nuestras cabezas”.
La banalidad del mal es lo que hace a esta película no una película de terror, sino una de horror. Aquí, todos, incluso los niños, saben en algún nivel lo que está pasando, lo que están escuchando. Todos experimentan la insoportable energía que emana del campo vecino. Höss, por supuesto, está orquestando el genocidio, firmando los planos de un crematorio humano industrial; su esposa está feliz porque vive en una casa de ensueño, ocupada todo el tiempo –cuidando sus flores o a los niños– quizás para no tener que pensar demasiado. Los niños parecen estar angustiados y confundidos. El tierno bebé de la familia no para de llorar. Hasta el perro está siempre nervioso. Todo esto suena tan extremo y por otro lado, ocurre hoy, tantas veces, a nuestro alrededor. Como dice Jonathan Glazer, “la razón por la que hice esta película es para intentar reafirmar nuestra proximidad a este terrible evento que consideramos pasado. Para mí, esto nunca ha sido cosa del pasado, y ahora mismo creo que algo en mí es consciente –y temeroso– de que estas cosas están volviendo a aumentar con el crecimiento del populismo de derecha en todas partes. El camino que tanta gente tomó está a unos pasos de distancia. Siempre está a sólo unos pasos de distancia”.
*Programador y crítico cinematográfico

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