Por Rafael Barriga
Flandres de Brunto Dumont ganó el Gran Premio de Cannes de 2006. Es un brillante ensayo sobre el infierno en la guerra y en la paz.
En Flandres, mucho de lo que el director Bruno Dumont deja ver es engañoso y delusorio. En las primeras escenas vemos un rústico paraje campestre en invierno. Una pareja camina hacia un espacio semi-escondido. El sexo es rudo, primitivo. Ella mira al cielo y todo indica que quiere que todo acabe. No hay contacto visual, ni caricias previas. Pero no: por dentro Barbe arde, posiblemente de amor, y André Demester duda. Detrás del primitivismo del sexo hay una energía implacable de dos seres desolados.
Demester vive un mundo de poca articulación y morosidad. Como los personajes que Dumont presentó en su debut de 1996, La vida de Jesús, Demester se confunde con una vida rural parca y agreste. Pronto, debe marchar, junto con otros hombres de la localidad a una guerra en un país lejano. “¿A qué guerra vas?” le pregunta su vecino. Demester no sabe, ni quiere saber. Antes de partir, niega a sus amigos que Barbe sea su novia. Ella, en toda su desazón, se va con Blondel, otro muchacho que partirá en el mismo regimiento. El triángulo se consuma; la partida deja a todos confundidos, especialmente a Barbe.
Dumont libera toda su contención en los campos de batalla de un desierto inadmisible. Allí todo es algo más de lo que parece. Todos los muchachos de Flandresvan con la cabeza rapada. No sabemos quién es quién, lo que añade más ambigüedad. La primera pelea de la guerra es entre soldados del mismo bando. Cuando dos francotiradores matan al jefe de la unidad, los soldados los arrinconan, solo para darse cuenta de que son niños. Los soldados violan a una joven mujer en el desierto; “¿es civil o de la milicia?”, “no importa –se responden ellos mismos– un hoyo es un hoyo”. La ironía es bestial, el infierno es palpable.
En casa, Barbe pierde la razón. La partida de sus novios la deja tan alucinada e infeliz que debe ir a un hospital psiquiátrico cuyo enorme talante y porte no tienen relación con la pequeñez y la modestia vista hasta el momento. Demester, milagrosamente, es el único sobreviviente de su regimiento. A su regreso, se encuentra nuevamente con Barbe. Ella sabe, cual depurada mentalista, todo lo que pasó en la guerra.
Flandreses un estudio fascinante de la psiquis de sus personajes. En toda su inarticulación y silencio, ellos hablan a gritos sobre la ausencia de autoestima y la soledad en la que viven. Ellos nunca contemplan sus acciones. Sólo actúan. Es, además, un ensayo exigente sobre la naturaleza de la guerra contemporánea –y también sobre los lugares donde hay paz­–, sobre el infierno de pobres muchachos echados a su suerte en lugares difíciles. En Flandres, la desolación de un lugar y otro, en el norte de Francia o  en Oriente medio, es la misma.
Como Bresson, Dumont usa no-actores. Son impredecibles y Dumont se ajusta a ellos. Como Kubrick, el realizador francés crea un universo muy particular en la guerra y en la paz. No está interesado en construir. El destruye y deforma cualquier preconcepto sobre el terreno en que pisa. En Flandres, Dumont filma las cosas de manera omnisciente, desde un punto inalcanzable. En la acción, lo que parece ser y lo que es, suelen ser dos cosas distintas. Allí está el balance de la omnisciencia: el espectador escoge lo que quiere ver.

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