Por Juan Fernando Andrade
El Baño del Papa de César Charlone y Enrique Fernández predica una fe que no depende de velas ni de santos.
Desde que los cineastas uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll se hicieron famosos con Whisky, cada vez que alguien dice «esta peli es uruguaya» uno siente la irresistible tentación de verla. Uruguay se ha ganado, con sobra de méritos cinematográficos, el beneficio de la duda, algo clave en la vida de cualquier cinéfilo. Pues bien, esta película es uruguaya y el impulso será justamente recompensado a lo largo de noventa minutos. Esta vez, los directores y guionistas uruguayos son Enrique Fernández y César Charlone. Fernández viene de escribir Otario, otra cinta uruguaya que no se distribuyó mucho pero tuvo una muy decente vida festivalera, este es su primer trabajo como director. Charlone es toda una celebridad, hasta una eminencia, si quieren, a su haber tiene el crédito de director de fotografía de Ciudad de Dios, El jardinero fiel y la versión en cine de Ensayo sobre la ceguera, lo que podríamos llamar la trilogía crossoverdel director brasileño Fernando Meirelles (a su vez, productor de El baño del Papa). O sea que esta gente sabe lo que hace o, más bien, lo que hizo.
Estamos en Melo, un pueblo pequeño y desheredado en la frontera entre Uruguay y Brasil, del lado charrúa, diría que hasta alejado de la mano de Dios, pero es 1988 y Juan Pablo II, el Papa viajero, está a punto de visitarlo. La fe cuenta, claro, pero también cuenta, y mucho, la oportunidad comercial. Los nativos se están preparando para recibir a miles de personas y venderles todo lo que puedan: chorizos, tortas fritas, dulces. En esas también está la familia de Beto, quien cree tener la idea del millón de dólares: un baño, para que los turistas cristianos tengan donde desalojar el banquete popular que, en teoría, van a devorar tras la bendición del Santísimo. Beto se gana la vida como contrabandista serie B. Todos los días, montado en su bicicleta, hace viajes entre un país y otro trayendo artículos de compra y venta. Está cansado de su rutina, quiere comprarse una moto, progresar. El resto de la familia son Carmen, la tradicional esposa de pueblo chico tercermundista, resignada y valiente, y Valvulina, la típica hija de pueblo chico tercermundista, que todo lo que quiere es salir de ahí. Siendo latinoamericano, este cuadro pinta como ficción onda National Geographic para exportación, donde uno tiene el compromiso moral de querer a los que no tienen plata. Afortunadamente, este no es el caso. Aunque tengamos la mala costumbre de tratar a los pobres sin matiz alguno, como si todo lo que hicieran en este planeta fuera sufrir, El baño del Papa cruza la línea y hace con sus personajes una comedia medio oscura y medio folk que termina siendo, a todas luces, veraz. Esto, sin duda, encuentra su razón en un hecho de la vida real: Enríque Fernández nació en Melo, sabe perfectamente que en aprietos también existe el placer, un placer distinto al de la vida acomodada, no por eso menos parrandero o embalado.
El Papa llegará a Melo, sí, pero eso, a la larga, importará poco. Nos quedaremos con lo mejor que nos puede dejar una película, las personas que, con Papa o sin Papa, tendrán que seguir viviendo, como nosotros, pensando que mañana, sea como sea, tiene que ser mejor que ayer porque, de otra forma, todo esto de respirar sería una pérdida de tiempo. Con una buena dosis de realismo (la mayoría de actores no son actores) y una cámara magnífica que le da espacio a la trama, El baño del Papa predica una fe que no depende de velas ni de santos.

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