Por Rafael Barriga
Al sur de la frontera de Oliver Stone. El realizador estuvo en el Ecuador para presentar el filme, que muestra a los presidentes sudamericanos del “socialismo del siglo veintiuno” y su lucha contra las viejas ideas imperialistas.
Poco y mucho tienen en común Oliver Stone y Orson Welles. Como Welles, Stone es claramente visto como uno de los grandes cineastas de la historia del cine mundial, habiendo creado, los dos, películas trascendentes e influyentes en sus tiempos. Aunque ambos han sido parte integral de la industria y las maneras de Hollywood, ellos se han mantenido, cada uno en su tiempo, marginales a ella, yendo y viniendo entre lo independiente y lo mainstream. Sintieron siempre un particular afecto por escribir y realizar obras de contenido, que desafiaban la naturaleza del poder, y que discriminaban claramente el mal del bien. Y aunque también hay, naturalmente, enormes diferencias entre ellos, resulta que ambos, uno en 1941, y el otro casi setenta años después, viajaron a América Latina a filmar documentales sobre nosotros, y en el camino encontraron cosas que los motivaron y cuestionaron sus reales objetivos primarios.
Lo de Welles era ir a Brasil, filmar un poco de la cultura local, el carnaval, los sambistas, el frenesí tropical de un pueblo alegre. Terminó por desinteresarse de aquello e intentó filmar la historia de la miseria, del hambre y la impotencia. En su gran mayoría, todo el proyecto quedó trunco, y ese viaje de Welles –que duró ocho meses– es visto hoy casi como una anécdota de su vida cinematográfica. Oliver Stone, en cambio, ya había hecho dos filmes con Fidel Castro, quien le habría recomendado que hiciera otro sobre Hugo Chávez, el presidente de Venezuela. Luego de conocer a Chávez, y motivado por el desconocimiento de aquel personaje en su país, decidió hacer un filme sobre él, y una vez allí, decidió a hacer un compendio más regional y filmar a los presidentes del llamado “socialismo del siglo veintiuno” que gobiernan Brasil, Paraguay, Argentina, Bolivia y Ecuador. El resultado es el documental Al sur de la frontera, filme número veintiuno en la filmografía del director, y estrenado en el festival de Venecia el año pasado, al que acudió en calidad de selección oficial fuera de concurso y por cuya alfombra roja desfilaron Stone y Chávez.
Que Oliver Stone se haya interesado en los asuntos de América Latina no es sorprendente. Su primera película grande como director fue, precisamente, una crónica sobre Centroamérica y la guerra que allí aconteció en los setentas y ochentas.
En Salvador (1986), un fotógrafo americano mira con ojos perplejos la violencia de la guerra, el asesinato de Oscar Arnulfo Romero, y las patrañas de la derecha -aupadas por el gobierno norteamericano que sumieron a El Salvador en total caos. La mirada es –tampoco sorprende– la de un norteamericano en tierra de salvajes. De ahí en más, el tema de la guerra, de las políticas que la influyen y dominan, ha sido el eje central de la mejor parte de la filmografía de Stone. Crítico acérrimo de la política exterior norteamericana, sobre todo en Vietnam y en la guerra del sudoeste asiático, realizó la trilogía que forman las cintas Pelotón (1986), Nacido el 4 de Julio (1989) y Entre el cielo y la tierra (1993), complementadas brillantemente con Nixon (1995), biografía de quien sería personaje influyente, como presidente de los Estados Unidos, en la escalada de la guerra en Vietnam a principios de los setentas. Stone respondía con un cine de gran éxito en taquillas a su experiencia como soldado voluntario en la guerra, donde fue testigo de primera mano de muchos de los hechos que después contó en sus películas. Y junto con ese eje central, Stone dirigió películas de considerable vigencia social y política. The Doors (1991) y el momento social del flowerpower de los sesentas; Wall Street (1987) –y su secuela estrenada el mes pasado en Cannes Money Never Sleeps– sobre la corrupción en las más altas esferas del negocio corporativo y privado; Natural Born Killers (1994) sobre la violencia intrínseca de la sociedad norteamericana a partir de la dependencia en la televisión y la comunicación de masas; World Trade Center (2006) y W (2007) sobre los eventos más recientes de la traumática relación entre americanos e islámicos.
Como en todas aquellas películas, la aventura latinoamericana de Stone se inscribe en la experiencia norteamericana. La mirada de Stone es siempre una de un estadounidense mirando de cerca o lejos los acontecimientos narrados. Cuando Stone llega a Venezuela, según cuenta en la narración de Al sur de la frontera, lo hace a partir de la repetida costumbre de los medios masivos de su país en desprestigiar a Hugo Chávez, en llamarlo dictador y enemigo del pueblo y gobierno norteamericano. Cuando el filme abre con una penosa transmisión televisiva del canal Fox, en donde tres anchors confunden coca con cacao, y llaman a Hugo Chávez y Evo Morales dictadores, la justificación para viajar a conocer a estos «atroces representantes» del eje del mal está dada.
Al sur de la frontera es una película en donde –al estilo de Michael Moore y tantos otros–, el cineasta es tan protagonista como los sujetos de exploración. Stone impone en su narración su propio punto de vista, y con él, ayuda a conocer un poco más a fondo a los presidentes sudamericanos que entrevista. Ejercicio naturalmente dirigido para las audiencias norteamericanas –supuestamente ignorantes de que por estos seres tan satanizados por los medios corporativos de Estados Unidos también corre sangre y que son muy populares en sus países–, la cinta sirve también para audiencias internacionales y, de hecho, puede ser provechosa incluso en estos, nuestros países donde vivimos en carne propia las fortunas y abominaciones del socialismo del siglo veintiuno. Chávez –a quien está dirigida casi la mitad de la película– es, gusten o no sus políticas, un ser profundamente complejo e interesante. No tanto como Fidel Castro –verdadero entertainer del show business político del sigo veinte–, pero es admirable su vitalidad y carisma. Y si a Cristina Fernández de Kirchner se le puede imputar cierta pedantería, a Lula da Silva no se le puede negar su brillantez y porte, y al paraguayo Fernando Lugo su sencillez y aparente compromiso. Raúl Castro parece estar, en este filme y en la vida misma, más en el museo de los próceres que en el ejercicio del poder, y Rafael Correa lanza una de esas frases que retumban y no se olvidan cuando señala que no hubiera tenido problema en permitir que la base norteamericana de Manta permanezca en el país si, recíprocamente, los Estados Unidos permitía que Ecuador instale una base militar en Miami.
Y en esas palabras está el fondo del mensaje de Stone: estos presidentes (o “Los Bolivarianos”, como los llama el realizador) se han opuesto –con mayor o menor efectividad– a la dominación norteamericana en la política de la región. Para Stone, la injerencia norteamericana, a través del Fondo Monetario Internacional en lo económico y del Departamento de Estado en lo político han sido parte sustancial en la tragedia latinoamericana del siglo veinte. El afiche del filme, una ilustración que muestra unas garras de águila tomándose el astillado mapa de América del Sur, muestra la primera intención de Stone: contar a sus compatriotas la cruel historia de sangre de su patio trasero, y que hoy existen unos líderes que a priori han decidido terminar con la influencia más evidente del “imperio” en la política de sus países.
La crítica norteamericana le ha imputado a Stone el hecho de que su película “no es imparcial” en sus versiones más condescendientes y que es “un panfleto” y “financiada por el gobierno venezolano” en sus formas más duras. Pero, ¿porqué Stone –o cualquier cineasta– debería responder a cánones de imparcialidad propios del periodismo –y no del cine? Si el cine político es, entre otras muchas cosas, hablar de política desde el punto de vista individual, Al sur de la frontera es puro cine político.

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