La última película del catalán Albert Serra, La Muerte de Luis XIV, fue ganadora del Premio Jean Vigo (2016) Y parte de la Selección Oficial de Cannes (2016).
Por Óscar Molina V.
El Rey Sol está dichoso porque sus perros, sus amados perros, han venido a visitarlo. Desde hace 20 veinte días que, por orden del Dr. Fagon, no se ha acercado al jadeo manso de ese par de galgos altivos que ahora lamen su mano convaleciente. Tenerlos aunque sea un rato junto a él, al pie de su cama real, es la culminación ideal de un día atípico que incluyó un breve paseo vespertino por los deliciosos jardines de Versalles. Son contadas las actividades que ahora reaniman el semblante agotado de su Majestad Luis XIV y por eso, ante el mínimo gesto de mejora, su corte no escamita en loas: ¡Bravo, Sire! Allí, arrinconados a una distancia servil de sus cortinajes, estamos también nosotros, los espectadores, tan pendientes como sus cortesanos de las buenas o malas noticias que puedan salir de esta oscura cámara mortuoria en la que se va transformando su habitación.
La muerte de Luis XIV, dirigida por el incómodo director catalán Albert Serra, fue pensada en un principio como una instalación performática. El Centro Pompidou de París, de hecho, le encargó a Serra que la montara. La idea era, prácticamente, la misma: encerrar 15 días al legendario actor francés Jean-Pierre Léaud en una vitrina de cristal colgada del techo para que representara la agonía del monarca francés. El proyecto no se concretó por su costo elevado y porque a Léaud le espantaba tal grado de exposición, pero derivó en una cinta de dos horas que, por su exquisitez estética, bien podría proyectarse en un museo. “Nada. Nada me parece atractivo de Luis XIV. La figura no es muy fascinante; diría que incluso es desagradable”, respondió Serra con su sorna habitual cuando le preguntaron en una entrevista qué le pareció atractivo de este personaje que reinó durante 72 años (desde 1643 hasta 1715). Le resulte cautivador o no, lo cierto es que éste se suma a la lista de protagonistas históricos —Don Quijote, Casanova, Drácula— que el cineasta ha revivido con su particular pulso desmitificador.
¿Será acaso que comer tanta fruta madura está afectando aún más la salud de Su Majestad? ¿O quizá se debe a las bacterias del pobre pajarillo encerrado en una jaula cerca de su cama? ¿No será, tal vez, que todo este deterioro es culpa de la apetitosa carne de conejo que siempre abunda? El Dr. Fagon, el fiel valet Blouin y el cirujano Marechál acuden día y noche el cuarto de su venerado rey y, cuando él logra dormir un poco, discuten sobre las causas de su debilitamiento. Serra aprovecha esas reuniones a las luz de los candelabros para mofarse de los malabares médicos de la época y para vivificar, por sobre todas las cosas, la imponente belleza plástica de su película. La referencia, en estas escenas, es ineludible: el juego con el claroscuro y la incredulidad naif de sus personajes remiten a La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de Rembrandt. La fragante dirección de arte de Sebastian Vogler complementa a medida esta sucesión de cuadros móviles y de un tenebrismo digno de Caravaggio, que se alzó con el prestigioso premio francés Jean Vigo 2016 y que el mismo año formó parte de la Selección Oficial de Cannes, donde fue una de las más alabadas.
Aunque el rey esté postrado en su lecho, su poder sigue siendo absoluto. Basta con que agite su mano con fastidio para que sus sirvientes desaparezcan. Basta con que reniegue con la cabeza para que la construcción de una fortaleza en el ala oeste del palacio quede en vilo. Basta con que él no esté presente para que ninguna reunión se ejecute o ninguna fiesta se celebre. Quien mejor entonces que Jean-Pierre Léaud —él mismo parte de la realeza clásica del cine francés por haber sido la cara icónica de la nouvelle vague— para encarnar a la precisión a este monarca de ojos rendidos, nariz soberbia y peluca imposible que, pese a su omnipotencia, ya no aguanta más el hedor terrenal de su pierna gangrenada. Adorados cada uno en su momento, el rey y el actor se fusionan en un mismo cuerpo ficcional y se acercan juntos al silencio simbólico del fin. La muerte nunca permite despedidas ostentosas a nadie: ni a los soberanos ni a las estrellas de cine. A fin de cuentas nuestra alma, como dice el poeta chileno Claudio Bertoni, es apenas “la suma de los pedos” de los gusanos que nos devoran.

 

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