Por José María Avilés
Película pilar de la obra de Ingmar Bergman, Un verano con Monika construye rostros y puentes.
Todo empieza y termina en el bar. Pero no se trata de una película de borrachos. En este caso, ellos son simples testigos resignados y en última instancia viejos sabios de un drama sin solución. Se trata de la desilusión de la idea romántica de la convivencia pacífica del hombre y la naturaleza y del hombre con el hombre. De la imposibilidad de un afuera de la vida en sociedad.
Es el bar el encuentro amoroso y es el bar de la desdicha del hombre. Harry (Lars Ekborg), el protagonista de la película conoce a Monika (Harriet Andersson) en un bar de la zona portuaria de Estocolmo. Con el tiempo se enamoran; la timidez y la ingenuidad infantil de Harry parece combinarse perfectamente con la belleza palpitante y la audacia de Monika. Juntos forman la pareja perfecta: él le recuerda a un hombre salido de las películas y ella es todo lo que un chico de veinte puede desear.
Tras una pelea con su padre alcohólico, Monika decide escapar de su casa –hogar disfuncional por excelencia– busca refugio en Harry. Lo único que él puede ofrecer es un lugar donde pasar la noche en el bote de su padre, que más tarde les servirá de vehículo para dejar todo atrás, sus trabajos, familias y estudios, y huir de la ciudad en busca de un lugar idílico para el desarrollo de su amor. Como es predecible esto no funciona. En primer lugar por que la naturaleza –huyen hacía un lugar alejado de la ciudad– no quiere saber nada de nosotros. Es una amenaza, es violenta y enigmática: peligrosa. En segundo lugar debido a las sucesivas agresiones de otros seres humanos, seres desdichados y resentidos que no toleran la felicidad del otro. Las adversidades terminan frustrando su sueño romántico y deciden regresar a la ciudad, pero la llegada de un hijo y las responsabilidades que esto conlleva complican aún más las cosas. Esta situación apremiante termina por diluir cualquier esperanza del retorno de la pasión.
El verano termina, este pequeño lapso idílico más tarde solo será un recuerdo ilusorio al interior de un espejo. La sensualidad de los cuerpos de ambos se transforma en un lucha por la posesión del otro, la traición y los celos reemplazan al deseo y a la pasión amorosa. La tragedia cobra la dimensión de la desdicha en la que se sumergen sus protagonistas. Hemos asistido al ocaso de la idealización de la juventud, del deseo, del amor y de la naturaleza.
La entrada y la salida de la ciudad está marcada por los puentes que tienen que atravesar en su recorrido por el río, graduaciones de la vida social y a la vez precarios y falsos nexos entre un afuera y un adentro. Fragilidad que también se plasma en la figura del espejo, lugar donde empieza y termina la representación de la tragedia del hombre en su búsqueda de la libertad.
La película está filmada con la sutileza propia de la mirada de Bergman. Un agudo trabajo sobre el detalle, sobre el gesto mínimo que modifica todo, un excelente trabajo con los actores, una obsesión por filmar la mirada y el rostro, obsesión que con Persona (1966) confirmará a Bergman como el cineasta del rostro. El exquisito trabajo de la imagen, un blanco y negro cargado de matices, la justeza de los planos en su composición, su duración y su distancia hacen de Bergman uno de los más grandes del cine y de esta película un pilar de su obra.

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