Por Jorge Delgado
El cine del Ecuador ha tenido grandes nexos con la realidad de un país en el que ha pasado de todo.
Resulta que hace tan solo unos años, ir a ver una película “Made in Ecuador” era tan esporádico que el mero hecho de tener uno de estos filmes en cartelera era un acontecimiento. Desde esta premisa, resulta extraño que los espectadores ecuatorianos no se asombren de la transición de esta última década: hoy la gente hace fila en las salas para ver filmes nacionales, discute sobre ellos e incluso los disfruta.
“La transformación se genera no solo en la actitud del espectador ante los filmes, sino desde la forma y las temáticas a las que recurren los cineastas”, dice Roberth Mendoza, director de la película Érase una vez en Piñas. Aún en pañales, la producción ecuatoriana, esa que por décadas permaneció tan identificada con su innegable carácter local, crece para dejar de ser únicamente “cine ecuatoriano” y convertirse en “cine”. Los realizadores nacionales han superado conflictos y realidades, y eso, según entendidos en la materia, ha permitido esta nueva ola de “contadores de historias”.
Pero para llegar hasta este punto en el que podemos darnos el lujo de preguntarnos si estamos listos para dar un gran salto, el cine ha recorrido un gran tramo. Un tramo larguísimo. Si estuviésemos realizando un filme sobre la historia del cine nacional, este sería el momento de un flashback…
Regresamos al año 2000: El Ecuador entraba en una crisis sin precedentes. La moneda nacional se devaluó por completo y, aunque vaticinado por los medios de comunicación y expertos, el descalabro económico del país tomó por sorpresa a todos. Una serie de cambios germinaron en la nación, mientras que una generación de jóvenes, hoy adultos, presenciaba con cierta impotencia cómo el país se desmoronaba a su alrededor. Ellos debían buscar una forma de denunciar ese caótico universo que estaban viviendo.
La pauta había sido planteada en 1999 cuando Sebastián Cordero, cineasta quiteño, escribió y dirigió la que es considerada por muchos como el “nuevo inicio” del cine nacional: Ratas, Ratones, Rateros. “Cordero sentó un precedente. Él mostró los problemas de un país dividido, mostró drama, nos mostró el cine social. Lo jóvenes aprendieron”, explica Mendoza.
Para el 2001, ya con un país destrozado por las administraciones presidenciales y los feriados bancarios, nace toda una legión de creativos que sentían la necesidad de mostrar al mundo lo que sucedía. “De repente el generar películas por el mero hecho de hacer cine, pasó a segundo plano”, dice Jaime Tamariz, dramaturgo guayaquileño. “El Ecuador debía, a través de su arte, de esa manifestación ilustrada, empezar a identificarse como nación”, acota.  Es así como en 2002, Víctor Arregui lanza su filme Fuera de juego, un largometraje que resulta una mezcla entre ficción y documental. Juan Castro, un joven de 18 años, observa cómo su familia se hunde en la miseria y, entonces, asume la utopía de emigrar a España para lo cual emplea cualquier medio, a fin de conseguir dinero.
“En esta muestra de cine evidenciamos ya esa urgencia de señalar lo que estaba pasando”, aclara Tamariz. La migración pasó a ser parte de esa constante cinematográfica. “Ya veíamos historias de familias segmentadas por la migración, todo como resultado del contexto histórico del país”, dice. En ese mismo 2002 aparece Un titán en el ring, película dirigida por Viviana Cordero, y que envuelve, al igual que Fuera de juego, esa temática social de los pueblos de la Sierra que, en medio de la crisis, recurren al espectáculo para desprenderse, por unos instantes, de los problemas que les aquejan. “Una metáfora de lo que sucedía entonces”, expresa Tamariz.
“Ese fue solo el inicio de un cine que mostraba el decadente país en el que crecimos”, dice Mendoza. El Ecuador ya no era espacio solo para un “cine de canguil”. Los pocos directores que se atrevían a agarrar un cámara y salir a buscar financiamiento para una película sabían que el dinero no podía ser gastado en una producción sin sentido. Ellos querían denunciar”, opina el cineasta orense.
El inicio de la transición
Por tradición, el cine ecuatoriano es un cine independiente. El hacer películas en el país es estar consciente de que uno va a tener que vestir las mejores galas para ir a tocar un par de puertas para solicitar “apoyo” (tradúzcase: financiamiento), y así montar ese filme que tanto anhela. “No solo hablamos de manifestar los procesos de cambio y búsqueda de identidad, también se ha aprovechado lo impactante en los filmes para tener una fuerte reacción del público”, dice Carlos Tutivén, sociólogo de la Universidad Casa Grande.
“Tal y como los mexicanos en su época dorada de cine, los ecuatorianos empezamos, si se puede decir, a presenciar el inicio de la que aún no me atrevo a señalar como la industria del cine ecuatoriano”, puntualiza Tamariz. Para el dramaturgo, esa búsqueda por generar un discurso visual no termina de estructurarse ni germinarse. “Es precisamente esa falta de un discurso nacional propio lo que hace parecer que el cine nacional no sale de un par de temáticas”, acota Tania Hermida, directora. Para la cineasta, la incipiente producción nacional aborda tópicos siempre distintos, pero que relatados desde una misma perspectiva (el realismo social), pareciera estancarse en dos o tres problemas.
“Es parte del proceso natural de hacer cine”, dice Carlos Andrés Vera, director del documental Taromenani y del corto La verdad sobre el caso del Señor Valdemar. “El cine es una herramienta para retratarse y es inevitable que, si tenemos realidades duras, estas se vean reflejadas en el celuloide”, expresa.
“El cine nacional sí tiene ese tinte de crítica social, que es normal, es algo que debe suceder”, acota Tamariz, para quien antes de poder mostrarnos al extranjero y al mundo, tenemos que hacer una introspección de la realidad. “He ahí la necesidad de abordar temas sociales”, explica. Pero fue precisamente ese reflejo de un país demacrado lo que “desprestigió” en algo al cine ecuatoriano. “Las personas no querían ver en pantalla los problemas con lo que ellos ya tenían que lidiar a diario”, comenta Tutivén. Así, la producción nacional enfrentaría una crisis todavía mayor: en un país sumido en deudas, los capitales no querían invertir en proyectos poco rentables, en este caso, películas que nadie iría a ver.
Esa crisis de producción se evidenció en 2003, un año complicado para el cine local. Mientras que alrededor del mundo se estrenaron 555 películas (según decine.com), en el Ecuador no se estrenó ni un solo filme nacional. “Ni las personas ni los empresarios estaban en condiciones de regalar dinero para que las personas cumplieran sus caprichos de hacer cine. Aún es difícil recaudar dinero para hacer películas”, expresa Mendoza. Pero contrario a lo que los números enseñan, en 2003 un cineasta nacional estaba impulsando un proyecto.
Un ejercicio que empieza a tomar forma
Sebastián Cordero, quien cuatro años atrás protagonizó ese boom del cine ecuatoriano, estaba de vuelta al ruedo. Rodaba Crónicas, su segundo largometraje, una historia que si bien aborda temas de realidad nacional (incluso basándose en uno de los asesinos en serie más famosos del país), buscaba expandir los dilemas: un periodista de crónica roja que se ve inmerso en la toma de difíciles decisiones. “Particularmente, pienso que hoy la cantidad de temáticas del cine nacional se ha ampliado mucho, al punto que, en este momento, no podríamos hablar de una temática en particular en el cine nacional. Y eso es bueno”, dice Vera. “Cada director tiene una especialidad y hay mucha variedad de producciones”, puntualiza Hermida, cuya película Qué tan lejos (2006) llevó a 220 mil asistentes a las salas de cine. Ella cita el ejemplo de Víctor Arregui y sus adaptaciones literarias; a Sebastián Cordero con sus historias que utilizan siempre ese giro inesperado; a Camilo Luzuriaga y su cine de historia: “Solo unos cuántos para mostrar la variedad que existe hoy por hoy en la producción nacional”.
A este nuevo boom creativo se le suma un nuevo plus que, según todos los entrevistados, es la mejor idea que se ha tenido para la difusión del cine en el país: la creación del Consejo Nacional de Cine. Así, en este tiempo han aparecido películas como Esas no son penas, Cuando me toque a mí, A la caza del Rey, Invitación al sepelio, (2007); Este maldito país, Retazos de vida, Blak Mama, Despierta (2008), solo por nombrar algunos de los 137 proyectos audiovisuales que ha impulsado el Consejo Nacional de Cine desde 2007 a 2010 (según datos de su sitio web cncine.gob.ec).
“Esta entidad apoya proyectos de cine y ha sido pilar fundamental para esta nueva ola de producciones que se han dado en el país en los últimos años”, dice Hemida. La afirmación de la cineasta es compartida por el sociólogo Tutivén, quien asegura que en el último lustro se ha ido producido lo mejor del cine nacional. “Ese apoyo fue básico para que los nuevos cineastas se atrevieran a explorar”, acota.
“Pero no solo eso, las temáticas se han ampliado mucho y las nuevas generaciones (de 35 años o menos) vienen con otras propuestas bajo el brazo”, dice Vera. Para él, el reto es que esta nueva generación se consolide desde el punto de vista de la producción y logre hallar un mercado no solo nacional para sus películas. Continúa: “Ahora, siempre que se filme en Ecuador, la realidad nacional será el contexto donde transcurran nuestras historias (salvo que experimentemos géneros como la ciencia ficción, por ejemplo) y en muchos casos será un telón de fondo”. Para el realizador, esto no es algo malo en sí; lo malo es caer en viejos clichés y no renovar el lenguaje. “Pero insisto: le tengo mucha fe a la nueva generación, porque viene con nuevas propuestas”, puntualiza.
Fin del flashback
La película retoma su curso y llegamos al presente: el Ecuador, aún con una economía débil, ha aceptado el legado social que la pasada década le dejó. Las historias cargadas de resentimiento, de esa urgencia de denunciar un país en ruina, van mezclándose con esa necesidad de contar algo más. En las pantallas se percibe este nuevo panorama, incluso las ganas que tienen los cineastas por innovar.
“Hoy estamos viendo una nueva forma de percibir el cine”, dice Tamariz. Él, como jurado seleccionador de el más reciente de los concursos del Consejo Nacional de Cine, asegura que los jóvenes cineastas están usando distintos recursos narrativos, como resultado de un proceso de búsqueda de identidad, tanto nacional como visual, que surgió en los últimos diez años.“Ya lo vimos en el 2008 con Blak Mama, de Miguel Alvear y Patricio Andrade, una película inclasificable y con un contenido fantástico nunca antes visto”, dice Tutiven. “Y vamos a ver aún más formas de romper con esas dicotomías que nos presenta el panorama del cine nacional”, cuenta, a su vez, Hermida.
Han sido diez años de experimentos en el cine, una década que ha mostrado la realidad de un país y que poco a poco va buscando nuevas formas de abordar sus realidades, sus dramas y sus ironías cotidianas. Si bien, como dice Vera, es imposible dejar el contexto social de lado, los creativos van encontrando formas de relatar testimonios más íntimos, más personales. “Ya nuestras historias están dejando de tener ese carácter local para lograr obtener interpretaciones más allá de nuestra frontera”, cierra Hermida. The End.

Comments

comments

X