Por Christian León
El cine de Ana Cristina Barragan es piel, tacto, cuerpo. Propone una estética que trabaja desde la experiencia corporal que nos permite sentir, tocar, acariciar. Construye mundos en donde los afectos encarnados en el cuerpo toman el protagonismo para trasmitir relatos íntimos. Su segundo largometraje, La piel pulpo, es una historia de despertar adolescente y crisis familiar narrada desde una poética sensorial en la cual confluye la naturaleza y la civilización, lo cotidiano y lo extraño, lo bello y lo siniestro. 
La película estrenada en el Festival de San Sebastián (España), galardonada como la Mejor Película en el festival de cine de autor de Canarias, es una ambiciosa coproducción entre Ecuador, Grecia, México, Alemania y Francia que, no obstante, mantiene la mirada personal de la directora. Siguiendo la línea de su primer filme Alba (2016), la película desarrolla la exploración del relato de aprendizaje y desintegración familiar. Sin embargo, en esta ocasión la narración adquiere mayor complejidad al tener más personajes, introducir una oposición simbólica entre ciudad y paisaje insular, e incorporar, a lo largo de todo el filme, insertos de animales subacuáticos que generan un contrapunto con el drama humano. 
Inspirado en el filme Nadie sabe (Hirokazu Koreeda, 2004) plantea una mirada contemplativa y poética sobre la orfandad y la transición hacia la adolescencia en donde inocencia y obsenidad pierden sus límites. En la línea de filmes como La rabia (Albertina Carri, 2008) o Tanta agua (Ana Guevara y Leticia Jorge, 2012) ofrece una mirada íntima, contemplativa y crítica a las relaciones familiares. En la tradición del cine de directoras como Lucrecia Martel, Albertina Carri o Tatiana Huezo, propone un cine táctil de sensaciones corporales que abren el relato audiovisual a la experiencia femenina. 
La piel de pulpo narra la historia de Iris, una adolescente de 15 años que vive con Ariel, -su mellizo- Lia -su hermana menor- y su madre -una mujer que atraviesa una aguda depresión. Los cuatro viven en una betusta y aislada casa a orillas de una isla poco habitada sin contacto con el mundo. Por órdenes de su madre, los 3 hijos se mantienen alejados de extraños y no hablan con nadie que no sea de la familia. Un día, Iris y Lia conocen a Pablo, quien ofrece llevarlas a la ciudad en su lancha. Este viaje a la ciudad, así como la crisis de su madre, precipita una segunda aventura de Iris en la ciudad donde encuentra -por primera vez- una amiga, va a una fiesta y experiementa un frustrado encuentro sexual.
La película se construye en el enfrentamiento de dos mundos estéticos y simbólicos entre los cuales se dabate Iris: la isla (lo animal) y la ciudad (lo doméstico). El primero, asociado a los acantilados, el mar, las aves, los moluscos, representa el lado indómito de la naturaleza. Durante la primera mitad de la película, se filma la vida cotidiana de la familia en un paralelismo con la fauna del paisaje insular: se habla de la madre-leopardo y  el padre-lobo ausente; la madre baña y asea a sus hijos cual si fuesen crías; los hijos se masturban evocando un celo de los animales. El mundo animal es evocado permanentemente en los juegos, los juguetes y en las figuritas de algodón que hacen los hermanos.  
Del otro lado del mar, está el mundo urbano asociado a los grandes edificios, las avenidas, el centro comercial. La ciudad representa para Iris la aventura, la libertad; pero también la domesticación de los afectos. La ciudad seduce a Iris  con su iluminación, su publicidad, sus manzanas acarameladas, los bastones de luces, las burbujas gigantes sopladas en las calles. No obstante, también es una trampa ya que es el lugar del desencuentro afectivo; en una escena del filme, Iris va en busca de su padre quien solo le brinda unos pocos billetes. En una de las escenas finales de la película, Iris regresa a la isla y se reencuentra con sus hermanos en la orfandad, todos juntos tratan de impedir la muerte de una ballena encallada. La agonía del animal es un correlato de fin de ese mundo familiar aislado de la civilización que ya nunca volverá. 
A lo largo de todo el filme, hay un trabajo sobre la experiencia sensorial del tacto. Iris acaricia el pelaje de un caballo, toca los moluscos adheridos en un acantilado, siente el humedo cobijo del agua mientras yace en posición fetal dentro de una posa cristalina. La película nos recuerda la dimesión “háptica” o “táctil” de la imagen sobre la que teorizó Laura Marks. Nos hace pensar en un cine basado en un experiencia encarnada que se experimenta con todos los sentidos. El cine de Ana Cristina Barragán propone un relato táctil que genera una identificación corporal que va más allá de la simple narración de hechos. 
La piel pulpo es un relato háptico de aprendizaje adolescente y crisis familiar inslado entre el mundo indómito de la naturaleza y las reglas de la ciudad. Es un cine de sensaciones que se experimenta con el cuerpo y se vive en la piel y nos permite sentir el desconcierto de la vida, esa experiencia animal que nos habita.

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