Por Elías Urdánigo
Fotos: Amaury Martinez
“Es duro ser negro. ¿Has sido negro alguna vez? Yo fui negro una vez…cuando era pobre.”
-Larry Holmes, afroamericano, excampeón de pesos pesados.
Producción
En la esquina de las calles Olmedo y Chile, a pocas cuadras del Malecón 2000, el grito de un claxon, la gente que va y viene, el calor y la humedad conspiran en nuestra contra. Faltan pocos minutos para el mediodía y Daniel Cuesta, que cada sábado rueda cierta cantidad de escenas de una película llamada Una noche sin sueño en la isla Trinitaria, al sur de Guayaquil, me dice que hoy no va a poder porque debe trabajar en un especial sobre el pasado mundial de fútbol. Pero la causa no está perdida, los muchachos pueden filmar una escena: les voy a dar las instrucciones y ellos adelantan, así puedes ver cómo se hace una película sin nada de presupuesto.
Daniel Cuesta es productor de videos y profesor de edición en la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Católica Santiago de Guayaquil, no obstante, el guion de Una noche sin sueño no surgió de él o de alguno de sus estudiantes sino de un colectivo artístico germinado en las entrañas de la Trinitaria llamado La Platota Musical: un grupo de jóvenes de la periferia guayaquileña. El único inconveniente, según Cuesta, es que no puedo ir solo a la isla. Me explica que mientras esté con ellos, con “los muchachos”, no corro ningún peligro. Allá adentro es otro dato, otra ciudad, me dice, no tiene nada que ver con el Guayaquil que ves acá afuera. Y no puedes entrar solo, definitivamente, no puedes. La gente que no es de la zona no entra sola. Enfatiza que en la isla nosotros somos invitados. Que la gente desconfía de los periodistas y sus investigaciones. Que los reporteros van por un tema y luego hablan de otra cosa. Que los hacen ver como lo peor. Que cuando citan la isla como el lugar de origen de algún supuesto delincuente relacionan el color de su piel oscura con una supuesta naturaleza delictiva. Que solo sacan lo malo del lugar.
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Sobre la esquina de Olmedo y Chile, Cuesta detiene un taxi y dice que me va a llevar al “lugar de operaciones” de La Platota Musical. Te voy a presentar a los muchachos, con ellos puedes entrar a la isla sin problemas, me repite. “Los muchachos”, como los llama Cuesta, han realizado hasta la fecha una sola película: Dime hasta cuándo, pero han grabado varios videos musicales de corte urbano- marginal. Son más de veinte personas que no sobrepasan la treintena y que trabajan bajo la premisa del “hazlo tú mismo”.
El lugar de operaciones es la avenida Quito, justo en la intersección con la calle Francisco Segura, una zona bastante transitada y rodeada por negocios de todo orden. Aquí los muchachos comercializan su primera cinta como si fuesen vendedores ambulantes. Están uniformados con camisetas rojas tipo polo y gorras del mismo color, con un logo bordado que dice La Platota Musical, y levantan en sus manos pancartas con eslóganes publicitarios sobre el colectivo y sobre Dime hasta cuándo. Cada DVD cuesta un dólar.
Jackson Jickson, mentalizador y líder de la agrupación, tiene veintisiete años y, como la mayoría de jóvenes que forman el colectivo, es afroecuatoriano. Nunca ha recibido educación superior ni posee ningún tipo de conocimiento técnico ni apoyo profesional en cuanto al oficio audiovisual se refiere. Aun así —o tal vez solo así— se aventuró a contar una historia que sucede o podría suceder a diario en las zonas marginales de cualquier ciudad latinoamericana. Hoy, con los ingresos de la venta de Dime hasta cuándo, realizada en 2012, paga el alquiler de la cámara fotográfica marca Cannon que utilizan, y también los almuerzos y pasajes de taxi para los compañeros que colaboran en la producción de Una noche sin sueño, la película que está haciendo con ayuda de Daniel Cuesta. Ninguno de los involucrados recibe un sueldo, me dijo Cuesta, pero no descartan que el colectivo produzca dinero en el futuro. Todo es producto del acolite.
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El sol enciende el asfalto. La esquina de la avenida Quito y la Pancho Segura con todo su tráfico se vuelve un horno que, además, es ruidoso: el sudor crece como una mancha húmeda y oscura entre las axilas, en el pecho y en la espalda. Cuando el semáforo se pone en rojo, La Platota salta. Una película filmada en la Trinitaria y actuada por gente de la isla, dice Jackson Jickson a través de un megáfono, mientras los demás integrantes de La Platota ofrecen la película de auto en auto en otros puntos de la avenida. Los conductores se hacen los distraídos, empuñan el volante con ambas manos como si fuera a salir volando de un momento a otro, pero “los muchachos” insisten hasta que alguien extiende la mano y en esa mano aparece una moneda dorada.
Para terminar con la mercancía y optimizar el tiempo cada integrante del colectivo intenta vender treinta películas entre las nueve de la mañana y las dos de la tarde. Ciertos fines de semana alcanzan a vender entre 200 y 300 copias. Asimismo, hay días en los que no venden nada o casi nada. Hoy, por ejemplo, no alcanzan a despachar más de 100 copias antes de levantar el kiosco y volver a la Trinitaria para rodar una escena más de Una noche sin sueño, cuya sinopsis es la siguiente: Santiago es un hombre trabajador y relativamente exitoso, pero su adicción a las drogas lo involucra en un abismo sin fondo que lo lleva a la locura, en un mundo de maleantes que buscan acabar con su vida debido a las deudas que acarrea para mantener su vicio.

Plano americano
Cuando Jackson Jickson tenía la mitad de los veintisiete años que tiene ahora se ganaba el sustento diario cantando y repartiendo dulces en buses dentro y fuera de la provincia del Guayas: viajaba a Alóag, a Santo Domingo, a Esmeraldas. Cantaba, vendía caramelos y aprendía en las calles lo que estas pueden enseñarle a un adolescente que vive en ellas. Un bagaje de experiencias que lo harán crecer a la fuerza y si tiene suerte le forjarán el carácter de una manera sólida. O, al contrario, lo marcarán de por vida y harán que pierda la fe en el mundo.
jickson asegura su ganancia y popularidad aprovechando espacios como semáforos y buses. Es así como este motivado cineasta ha mantenido reuniones con gente reconocida del mundo del cine en Ecuador, logrando gestionar un pequeño presupuesto para empezar a rodar una segunda película.
A Jackson Jickson la música lo salvó de volcarse al lado salvaje de la vida. Cuando era apenas un niño empezó a imaginarse apareciendo en programas de televisión como cantante: no tenía conciencia de lo duro que sería. Tener una personalidad inquieta y extrovertida solo servía para ganarse unos centavos en los buses y su familia pensaba que todo estaba bien mientras llevara plata a la casa. Que él se imaginara sobre un escenario o escribiendo canciones y cantándolas en televisión era problema suyo y de nadie más.
Digamos que hasta aquí Jackson Jickson comparte una misma biografía con miles de chicos nacidos y criados en los márgenes de una ciudad como Guayaquil, dividida en capas, en fronteras que no se logran atravesar porque son sobre todo mentales. Lo que distingue sus pasos siguientes es la permanencia del sueño de la niñez y la voluntad para ejecutarlo. Desde su adolescencia, mientras trabajaba como obrero de la construcción, como muchacho de los mandados o vendiendo caramelos en buses, hasta ahora que trabaja en la bodega de una empresa de telecomunicaciones y pasa en una garita ocho horas diarias, de lunes a viernes, nunca abandonó la fascinación por el canto, las rimas rapeadas y el escenario. Digamos también que esta obsesión empezó con un grupo de salseros en plena pubertad llamado Salserín. Cuando era niño Jackson Jickson escuchaba la radio y veía programas de televisión donde aparecía Salserín que en los noventa levantó una fanaticada adolescente surgida, sobre todo, de la clase trabajadora o desempleada de las ciudades más pobladas de América Latina. Vi a los salserines, dice Jackson Jickson, la telenovela que hicieron, escuchaba sus canciones y me dije que quería cantar como ellos. Primero empecé con baladas, continúa, y como el tiempo fue cambiando me fui por el género del reguetón, el hip hop. Veía cómo improvisaban otros muchachos y yo también quería hacer lo mismo, pero no escribía mis canciones, las iba reteniendo en mi cabeza hasta que conseguí una pista en un casete y con eso hacía dinero en los buses (entre mil y quince mil sucres diarios a finales de los noventa). Mi voz antes estaba mejor pero después creo que la forcé mucho. Ahora no hago la parte melodiosa sino la rapeada de las canciones.
“Parece un sueño/ una pesadilla/ pero es la realidad/ lo que vivimos hoy en día/ hijos que pegan a su padre/ padres que violan a sus hijas”, canta Jackson Jickson en Dime hasta cuándo, la canción de la cual tomó la idea que luego sería el argumento de la película homónima. Hay que contar lo que les pasa a los jóvenes en los barrios, a veces pasan cosas buenas pero son más las malas, y hay que mostrar eso para que alguien se dé cuenta y quizá cambie la situación, me dice el rapero como si fuera el líder de un movimiento social.
Dime hasta cuándo, dirigida y protagonizada por Jackson Jickson, es una ficción sin pies ni cabeza cuyo sentido se va descubriendo hacia la mitad. Un tinglado de escenas con un audio de pésima calidad y una estética documental no- intencional que tratan de ordenarse en torno a un tema valioso para su director: la capacidad del individuo para redimirse. En el caso particular de la cinta, la fuerza para abandonar las drogas, la delincuencia y la violencia consuetudinaria después de un insólito encuentro con Dios. Pese a sus innumerables fallas técnicas, hay un par de secuencias de una naturalidad inquietante, difícil de relacionar con actores profesionales. Sobre todo aquella en que unos pillos se reúnen con el jefe de la banda, al que apodan Colombia, en la esquina de una calle sin asfaltar. La cámara vibra como si el camarógrafo estuviera nervioso por lo que está viendo: una reunión de delincuentes que planean su próximo atraco. El diálogo es soez y espontáneo. En el remate de la conversación, Colombia, después de haberles dicho qué y cómo robar, concluye con ánimo: vamos, a trabajar.
Según el último censo poblacional, realizado en 2010, la isla trinitaria tiene un aproximado de 90 028 habitantes. De estos, 52,6% son hogares con necesidades básicas insatisfechas (nbi). Esta zona empezó siendo un asentamiento ilegal. El 10 de agosto de 1992 el antiguo congreso nacional autorizó la venta de sus terrenos a sus actuales ocupantes. Durante el mismo año, se inició un relleno hidráulico que permitió el surgimiento de construcciones con materiales más duraderos y el diseño de calles que cumplen un ordenamiento urbano, el cual, aunque precario, ha servido para dinamizar el desarrollo del asentamiento.
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Cuando los muchachos de La Platota terminan el almuerzo en un comedor popular sobre la avenida Quito, le pregunto a Jackson Jickson: ¿por qué enfocarse en historias violentas? ¿No hay más que violencia en la Trinitaria? No hay solo violencia, me dice, pero es lo que más se ve y algunos solo tratan de ocultarla. Además, nadie ve lo que yo veo, puede que otros cuenten lo mismo, pero nosotros intentamos dar un mensaje a los muchachos, que entiendan lo que uno pierde con las drogas, que vean que se puede cambiar. (Jackson Jickson, uno de “los muchachos”, también quiere salvar a los muchachos). Le formulo otra pregunta, en esencia, lo que quiero saber es si no cree que centrarse en lo negativo de la isla es reforzar el mismo estereotipo que supuestamente ha construido la prensa. No es lo mismo, me responde. Los periodistas tienen un poco la culpa de que al negro se lo vea mal, y si es negro y vive en la Trinitaria, peor. En nuestro mensaje no solo aparece lo negativo de la raza negra, también se muestra al negro como alguien que mejora y ayuda a la sociedad.
Jackson Jickson no fuma ni toma alcohol. Su abstinencia tiene una razón de peso: la drogadicción por la que atravesó su padre, fallecido en 2013 a causa de una bala perdida. Era un militar en servicio, dice Jackson Jickson, que se arruinó cuando cayó en las drogas y descompuso a la familia. Aunque conoce gente muy cercana que bebe y utiliza otro tipo de drogas, él prefiere no alterar su conciencia. No me gusta perder el control, he visto cómo se ponen locos, rompen cosas y quieren pegar a otros… yo no necesito de drogas para ser alegre, me dice. Es evidente que Jackson Jickson no requiere de recursos artificiales para desplegar su personalidad porfiada y dinámica. Verlo de pie en medio de la avenida con el megáfono en la mano, hablando a los conductores, elaborando un discurso breve y preciso para vender los DVD, o convocando a sus compañeros para distribuir las tareas y organizar horarios, es prueba suficiente. Aunque a él le gusta decir que no es el líder del grupo, que las decisiones se toman en conjunto, es evidente que La Platota gira en torno a sus proyecciones.
Él intuye que le falta mucho por hacer para verse como se ve en sus sueños. Por ahora lo que más resalta es su entusiasmo, y la confianza que tiene en su momento, en su tiempo y en lo que hace. En el año 2009, grabó sus primeros temas de hip hop y reguetón: “Mami pelele más/ mami pelele”, dice el coro de Taitaye, una de sus canciones favoritas, cuyo video fue grabado en las calles de la Trinitaria. Jackson Jickson nació en San Lorenzo, provincia de Esmeraldas, y llegó a la populosa isla a los tres meses de edad. Le pusieron Jackson por Michael Jackson, el Rey del Pop; no porque sus padres hayan tenido un gusto especial por la música del creador de Thriller o una premonición sobre el destino de su hijo. Era solo un nombre que, como Jickson, les sonaba bien para un negrito.
Cuando tenía doce años, Jackson Jickson Quintero Boboy huyó de su casa, porque los castigos solían ser severos y humillantes. Una vez, su hermano mayor, quien lo cuidaba mientras su mamá estaba ocupada trabajando, lo amarró a un poste cerca de la escuela y lo azotó con un látigo de cuero de vaca por haber sacado bajas calificaciones: Jackson Jickson estaba desnudo. Lo cuenta sonriendo, sin rencor, piensa que esa lección le sirvió para no ser desordenado. Logró terminar el colegio y uno de sus proyectos es estudiar en la Universidad de las Artes la carrera de Artes musicales y sonoras, o Cine.

Rodar-Locación
Estamos en Nigeria, una de las cooperativas de la isla Trinitaria, muy cerca del estero Salado, que bambolea su lomo silencioso. El verdadero nombre de la cooperativa es Independencia 2. La apodaron Nigeria —nombre con el que la reconoce la prensa— en el año 2002, cuando la selección ecuatoriana de fútbol clasificó por primera vez a un mundial: Corea-Japón. Por esa fecha se organizó un campeonato en la isla y los deportistas de Independencia 2, gente de raza negra como la mayoría de habitantes de la isla, escogieron representar a la selección de Nigeria.
Aquí hay calles asfaltadas desde hace apenas un año. Casas grandes construidas con ladrillos y cemento, de dos, tres pisos, y casas pequeñas levantadas con madera. Al fondo de una calle, parece estar siempre el Salado. El sol, que en la periferia de Guayaquil pega más duro, destella en las paredes blancas produciendo un brusco resplandor. El aire huele a ajo y a pollo.
En el último censo de población y vivienda, realizado en 2010, de los 14 483 499 de ecuatorianos, 7,2% se autoidentificó como afroecuatoriano. La mayoría de ellos está concentrada en las provincias de Esmeraldas e Imbabura, pero un contingente importante se encuentra en Guayaquil y sus zonas periféricas, donde el mismo censo arrojó que 10,9% de los 2 291 158 de habitantes de la ciudad se considera afroecuatoriana. A ratos, todo ese 10% parecería estar caminando por las calles de la Trinitaria.
La tranquilidad aparente de un mediodía contrasta con el movimiento escandaloso de un fin de semana, sobre todo los domingos, cuando se mezclan sonidos tropicales y urbanos que surgen desde ciertos lugares adecuados específicamente para que el público desate sus movimientos afro. Estos sitios se llaman bailaderos y pueden ser lo mismo patios amplios detrás de una casa o una tienda esquinera donde vendan alcohol y la música suene a buen volumen. Los bailaderos son una especie de discotecas piratas que algún emprendedor informal monta para ganar dinero extra y redondear el mes, sacando partido de quienes prefieren divertirse en el corazón de la isla Trinitaria o de quienes simplemente no tienen otra opción.
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La casa en la que se graba una de las escenas de Una noche sin sueño tiene paredes de caña picada y techo de zinc. Mientras una de las chicas de La Platota maquilla a Jackson Jickson para que se vea físicamente aniquilado por el abuso de la pasta base, otro de los colaboradores prepara la Cannon para filmar a Santiago, personaje interpretado por el mismo Jackson, suplicándole al dealer por una dosis más de droga. La escena comienza en el interior de la casa. Minutos más tarde, la cámara persigue al personaje, un zombi sin camiseta caminando por las calles de Nigeria. Lo vemos caer y arrastrarse por el piso. El camarógrafo aprovecha para enfocar a la gente que pasa por ahí en ese momento y observa a Santiago-Jackson con fastidio y desprecio. Todo eso queda registrado en la toma, los vecinos se han convertido en extras de la película sin saberlo. Y eso es todo. Nuestro héroe se levanta, sonríe y se sacude la tierra del cuerpo.
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Al terminar la jornada, vuelvo a ver a Daniel Cuesta en un bar del centro de Guayaquil. La humedad de la noche hace que el aire tiemble como los bigotes de un gato que duerme. Le pregunto por la escena que los muchachos filmaron, pero Cuesta, como buen editor, dice que lo importante de la película está en el montaje: “Digamos que soy un observador… Igual que tú… Pero mis palabras y mi pluma son imágenes”.
Cuesta conoció a Jackson Jickson en 2010 mientras hacía un cortometraje llamado Lírica oscura cerca de la isla Trinitaria. Años más tarde y de pura casualidad, volvieron a encontrarse en la calle: dos hombres que tropiezan y después de un breve momento de confusión se reconocen, se saludan, se abrazan. Ese día hablaron de proyectos, compartieron ideas y decidieron trabajar juntos.
Todo es un acolite, insiste Cuesta. Le pregunto cómo hacen para sostener los pequeños gastos que se generan en torno a la producción de su película. La cuestión es bastante colaborativa. Jackson Jickson se encarga de alimentar al personal, mientras que el transporte —por lo general, se movilizan en taxis— lo pagan a medias entre ambos. En lo que concierne a la publicidad de la primera película y del grupo —pancartas, uniformes, etc.—, el asunto ha sido gestionado por Jackson Jickson con auspicios de empresas privadas, con lo que se ha podido juntar tras la venta de los DVD o ya de plano con dinero de su propio bolsillo.
Es amor al cine, pero también pensamos en mercado, Elías, me dice Cuesta. Y nuestra manera de sacar dinero va a ser vendiendo esta película en los semáforos y quizás a algún canal de televisión.
Más tarde, de camino al hotel donde pasaré la noche, la brisa es como la mano de un amigo terco que quiere regresarnos al bar. Cuesta habla y gesticula como un tipo que ha bebido demasiado café. Cuando le pregunto cuáles son sus cineastas favoritos, mueve las manos rápidamente, y sus ojos bailan como insectos extraviados antes de responder lo siguiente: por supuesto, Stanley Kubrick, Martin Scorsese y la gente del neorrealismo italiano, pero la película que estamos haciendo no tiene nada que ver con ellos, tiene su lenguaje propio.
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Publicado originalmente en Mundo Diners

 

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