Por Eduardo Varas C.

El cine como la gran experiencia audiovisual. En ese terreno del audio, la música reina. Y si extendemos la idea, no es descabellado sentenciar que no hay canciones en el cine sin enfocarnos en los músicos: los seres que componen, interpretan y se vuelven representaciones más grandes que la vida misma. Esto sucede incluso si nos replegamos al punto inicial: The jazz singer —filme de 1927, dirigido por Alan Crossland— que se cataloga como la primera película sonora de la historia, es la historia de un músico, interpretado por Al Jonson.
Más de 90 años después, los reportes en varios medios hablan de espectadores que terminan de ver Bohemian Rhapsody —película de Bryan Singer— y aplauden en los créditos finales como si se tratase de un concierto de su artista favorito. Freddie Mercury falleció hace casi 30 años, pero esto es lo que nos queda: Rami Malek haciendo de él, como la metonimia del músico que se ama.
La biopic sobre Mercury y Queen es el último ejemplo de lo que significa ver la vida de los músicos en pantalla. Tanto en lo positivo como en lo negativo; porque si bien los espectadores parecen amarla, los críticos no. Los puntos medios no existen. Ahí está la dificultad cuando aparecen las películas sobre músicos: se las ve como alabanzas o como ataques. Casi siempre esto tiene que ver con su factura. Bohemian Rhapsody, al ser un filme autorizado —como una biografía oficial—, deja de lado muchas temáticas importantes que se podrían profundizar en una película sobre Freddy Mercury —desde el consumo de sustancias, como su silencioso y personal enfrentamiento con el sida—. Esta película apuesta por lo seguro y eso ¿hace a un filme exitoso o grandioso? 
En el otro extremo, hay películas que no son precisamente relatos oficiales, y suelen enfrentar a los músicos reales con realizadores.  Ray Manzarek, tecladista de The Doors, odió la versión de la historia de su banda que hiciera Oliver Stone en 1991. “Oliver Stone asesinó a Jim Morrison (…) Cuando salí de la sala pensé: Dios, ¿quién era ese idiota?”, dijo Manzarek a The Angeles Times, en su momento. England is mine fue presentada el 2017 como una biopic no autorizada de la vida adolescente de Steven Patrick Morrisey antes de armar The Smiths y, de inmediato, amigos y gente cercana al cantante inglés salieron a destrozarla, acusándola de presentar una imagen equivocada de Morrisey. Y claro, si bien la película intenta hacer algo de justicia, al no tener permiso para usar canciones de The Smith, pierde su encanto y se vuelve tediosa. Incluso la gran película de Milos Forman sobre la rivalidad entre Mozart y Salieri —Amadeus, de 1984— no se salva: tres décadas después de su estreno se sabe que muchos de los hechos que la película ficciona, solo están al servicio de una estructura dramática clara y de teorías conspirativas que resultaron no ser ciertas.
Desde el propio universo de la música, las impresiones no dejan de ser polémicas. Para el compositor y escritor Diego Luzuriaga, no existe una manera sencilla de ver este tipo de filmes, ya que “hay algo de irritante en ver a un actor, con una cara solo parecida, con gestos y dejos solo parecidos, y con talentos musicales mil veces inferiores personificando a Charlie Parker, Miles Davis, Ray Charles. Mozart, Beethoven, Tina Turner, Franz Liszt, etc. Yo, admirador de estos genios, prefiero disfrutar su música sola, sin tarjetas postales, sin canguil, sin escenas coloridas recreadas por libretistas, directores, productores, que, por más ‘realistas’ o ‘auténticas’ que parezcan, no ayudan en nada a la música misma. Pues la música vive en el aire y en la memoria, y, según mi parecer, es mejor que esa música solo viva asociada a nuestras propias imágenes, ya sean visuales, sentimentales, y no a las imágenes del director de una biopic”.
Al menos en el terreno del cine documental, las bandas y solistas no tienen empacho en mostrarse como son, o al menos como los ven otros. Y el ejercicio cinematográfico resulta más arriesgado e interesante.

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