Por Rocío Carpio.
Catherine no es una mujer especialmente bella, ni inteligente, ni sincera, pero es una mujer real”. Esta línea, pronunciada por un hombre enamorado, es quizás la que mejor describe la trama de Jules et Jim. Y no por la literalidad de las palabras que representa, sino por los entresijos de esa frase, aquello que no
dice pero que a la vez se desborda. Catherine es una mujer irregular, sin molde, no es la heroína clásica ni tampoco la anti-heroína. No está construida como un personaje arquetípico; aunque sí que la actriz que lo interpreta, Jeanne Moreau, se convirtió en uno, y mucho gracias a este filme. Pero la Catherine cinematográfica es casi inaprensible y no lleva un derrotero marcado por el ritmo de la época.
Estamos hablando de principios del Siglo XX, antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial, cuando el orden social sufría una metamorfosis política (en el amplio sentido de la palabra) importante. Catherine se ubica como una rompedora, aunque sin proponérselo, sin provocar siquiera. Ella simplemente es. Y es así como llega un día, sin mayor explicación ni pretexto narrativo, a la vida de Jules y Jim, dos amigos inseparables aunque enemigos simbólicos. El uno alemán, el otro francés, ambos nativos de países pertenecientes a bandos contrarios. En medio de este conflicto que no les pertenece, los lazos afectivos pueden más y entre ellos se hilvana un ménage a trois peculiar, producto de lo inasible de este anti-orden planteado como premisa narrativa, ese que representa maravillosamente Catherine/Jeanne.
Tal como lo aleatorio y muchas veces absurdo de la vida, el lenguaje audiovisual (o anti- lenguaje) de la nouvelle vague también construye este paralelo ficcional de dialéctica esquiva, y reconstruye al personaje de Catherine desde estos códigos rompedores de lenguajes y referentes cinematográficos tradicionales (para la época). Entonces, Catherine es doblemente inasible, ética y estéticamente, y Jules y Jim representan en cierto sentido el equilibrio. De ahí el triángulo amoroso, figura metafórica que recrea una forma estable. Si uno de los componentes desaparece, Catherine retorna al caos. Tanto así que la paciencia infinita de Jules, su marido amante, trata de construirla, de darle forma y un trazo seguro a ese boceto borrascoso de mujer que es Catherine, pero sólo consigue entenderla como “una fuerza de la naturaleza, poseedora de una enorme inocencia”. Ambas cosas exactamente equivalentes. Pues sí, al final se trata de inocencia. Ella posee una pureza primaria que desconoce la voluntad de la estructura.
Es por eso que Catherine es casi un lienzo en blanco y podemos verla e interpretarla como nos dé la gana. Y esa es la genialidad

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