Por Rafael Barriga
Cannes suena a lujuria de estrellas, a alfombra roja, a grandes películas. A propósito de una muestra de películas en las que presentamos algunas de las ganadoras de la codiciada “Palma de Oro”, reflexionamos sobre este festival.
El Festival de Cannes, que se celebra en el mes de mayo de todos los años, en la población del mismo nombre ubicada al sur de Francia, no es un evento de celebración al buen cine. Es un evento sobre el poder y la gloria, sobre el mercadeo y las ventas. Es sobre un millón de yuppies originarios de Estados Unidos y, en menor medida, del resto del “mundo desarrollado”, hablando por carísimos celulares a sus congéneres para contarse su último deal e invitándose a tomar martinis y preguntándose si irán a la fiesta de los Weinsteins que se llevará a cabo esa noche y donde veremos a los mismos personajes esta vez emborracharse al son de músicas electrónicas inmamables.
De cine hay mucho, como no: de hecho durante diez días hay cine de todas las calidades posibles a todas las horas posibles. Pero, en estricto sentido, Cannes no es un evento de cine. Es sobre mostrarse y ser visto. De los miles de trabajadores del cine que asisten cada año al festival, solo un 15% asiste regularmente a las funciones organizadas por el festival, en sus cuatro diferentes “selecciones oficiales”. La mayoría de ellos son miembros de la prensa y la crítica, quienes de alguna forma si están positivamente interesados por las películas, aunque por obligación, ya que deben mandar a toda velocidad sus artículos a sus medios. Estos personajes se dedican menos a la fiesta, pues las funciones de prensa son a las 8 de la mañana. Resulta inolvidable aquella vez en que, en una función de prensa de alguna pelí- cula coreana, el grueso de la audiencia mañanera dormía a sus anchas para desesperación de los impávidos productores coreanos que habían ido a ver la reacción de los periodistas.
Hay otros, menos del 5%, que son los realizadores y actores de los filmes participantes y que, si fueron buenas y simpáticas personas antes de llegar aquí, ahora se han convertido en altas y petulantes estrellas del cine. Hay excepciones: recuerdo a Mike Leigh que, generoso y a pesar de que fungía de presidente del jurado de la competencia principal –lo que le proporciona delicadísimas responsabilidades– accedió a una entrevista con este reportero; o a Roman Polanski, siempre con buenos espíritus y dispuesto, simplemente, a ser una persona normal. Pero ellos son la minoría: la mayoría son los “González Iñarritús” del mundo: seres tocados por ángeles, dotados de poderes artísticos magnánimos cuyo buen uso de los mismos ha hecho que estén aquí, en el festival más grande del mundo. Ellos no están ahí para ver cine. Están para mostrar sus últimas y más delicadas creaciones y conceder Photo Opportunities a los paparazzis.
Luego, en un mayor número, están los burócratas nacionales o internacionales, de todas partes del mundo, con sus clásicos ternos grises o cafés, procedentes de las oficinas que otorgan fondos, de las instituciones nacionales de cine, de los programas de fomento, etcétera. Las horas y los días se los pasan en comidas de trabajo: en desayunos de trabajo, en almuerzos de trabajo y en cenas de trabajo. Ellos son los que hacen las reglas, destinan las platas e interpretan las leyes. Y finalmente, estos sí en gran número, están los agentes de ventas, que son los que venden las películas y los distribuidores, que son los que las compran. Ellos tienen su propio evento, más grande que el propio festival: el “Marché du Film”. Las grandes casas de ventas alquilan suntuosas suites de los principales hoteles con vista al mar, y las convierten en oficinas y “showrooms” para vender sus productos, y el “Marché” ha convertido un centro de exposiciones en una serie de docenas de diminutas salas de cine para que el producto sea probado. Aquí usted encontrará desde el próximo blockbuster de Hollywood, o el nuevo filme de arte europeo, hasta el filme más oscuro de Pakistan, Nicaragua o Ecuador. Los compradores corren de un lugar a otro, con sus graciosos maletines provistos por el “Marché”, van de una proyección a otra, tratando de encontrar el nuevo Titanic, o por lo menos algo que les pague lo suficiente como para haber hecho el gasto de venir a Cannes.
Para casi todos los que van a Cannes, lo que se ve en los periódicos y noticiarios –la alfombra roja y su elixir de estrellas, la caminata por las gradas hacia el palacio de los festivales por parte de bellas gatas del espectáculo– es cosa de otro mundo. Sucede en otro lugar. Cannes es básicamente sobre comprar, vender, tomarse los huaspetes, trabajar mucho. Aquí no se permiten espectadores. De hecho, en este festival no hay público. Uno no puede comprar una entrada para ver una película. Es un affaire solo para profesionales del negocio, donde sobrevive el más fuerte.

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