Por Alexis Moreano Banda
La relación entre el cine y las artes visuales han transformado los dos mundos. Para unos, los más rancios, esto es cosa de “novelerias posmodernas”. Para el mundo real, asunto de celebración. En esta nueva columna, escrita por Alexis Moreano desde París, examinamos esa relación, y sus múltiples aristas, empezando con Hunger, del artista Steve McQueen.
Los diálogos entre el cine y las artes visuales se han intensificado considerablemente en el curso de las dos últimas décadas, y aparecen en la actualidad como un factor de renovación tan activo como auspicioso. Las relaciones entre ambos campos, por supuesto, son tan antiguas como el cine mismo, pero varios aspectos de sus desarrollos recientes sugieren que el fenómeno no se presenta tan solo como el último avatar de una larga historia de interacciones, hibridaciones e influencias de parte y parte, como una “prolongación” jugada al ritmo cansado de los tiempos suplementarios, sino más precisamente como la expresión de un mutuo re-descubrimiento y como un signo de vitalidad que hace pensar en una reactivación de la curiosidad y la energía de los primeros tiempos.
Es bien sabido que el cine se nutrió desde sus orígenes de todas las expresiones artísticas existentes, y de ahí la improcedencia de calificarlo de “séptimo arte”, al ser el cine un arte esencialmente impuro (no uno más, ha escrito Alain Badiou, sino el más uno de las artes). Pero no es menos cierto que el cine desató a su vez una transformación radical de las prácticas artísticas en su conjunto, y que su advenimiento supuso una redefinición del concepto mismo del arte, como Benjamin lo intuyera tempranamente. Hablamos pues de una relación estrecha, intensa y durable, pero multifacética y cambiante por naturaleza.
En este sentido, pienso que cualquier intento de caracterizar el fenómeno tal como se presenta hoy en día deberá tomar necesariamente en cuenta consideraciones económicas y territoriales, y no sólo estéticas o gramaticales. Las fronteras entre los dos campos, en efecto, se han tornado a tal punto permeables que ya no sólo las formas y las prácticas atraviesan constantemente de un espacio al otro, sino que los espacios mismos han devenido cada vez más inespecíficos. No me refiero con esto al reconocimiento (tardío, pero plenamente socializado desde hace al menos cuatro décadas) del valor artístico de la creación cinematográfica, ejemplarmente expresado en la proliferación de proyectos museales consagrados al estudio de la historia del cine o a sus autores emblemáticos. Me refiero a una modalidad más actual del fenómeno, y a mi juicio mucho más fecunda, cuyas operaciones pueden en ocasiones adoptar estrategias virales y de intervención de circuitos con el fin de asegurar una “migración” real de las prácticas entre los diferentes espacios. “Migración” que no se satisface, en consecuencia, con conducir al cine de la sala de proyección a los espacios de exposición, sino que supone en la práctica una apropiación efectiva de nuevos territorios expresivos, a la vez que fomenta simétricamente una materialización en el cine de un conjunto de experiencias desarrolladas por el arte contemporáneo. A partir del presente artículo, esta columna visitará en adelante con regularidad algunas expresiones emblemáticas de estas nuevas modalidades de encuentro entre el cine y las artes visuales, lo mismo históricas que recientes, y alternando o combinando las dinámicas que apuntan hacia uno u otro sentido.
Para comenzar esta serie, quisiera consagrar al menos unas cuantas líneas al caso de Hunger (El hambre, 2008), una de las películas más impactantes e interesantes del último año, y primer largometraje estrenado en salas del artista británico Steve McQueen. La película se presenta como una ficción narrativa que reconstruye los últimos días de la vida de Bobby Sands, un militante nacionalista irlandés que murió en una prisión de alta seguridad como consecuencia de una huelga de hambre iniciada para exigir al gobierno de Margaret Thatcher el reconocimiento del estatuto de presos políticos para todos los detenidos miembros del IRA y mejores condiciones de encarcelamiento.
Antes de realizar Hunger, McQueen había alcanzado una notoriedad internacional como uno de los más destacados artistas de su generación. Su producción se caracteriza por la revisitación del legado histórico del cine y por la exploración de sus códigos formales y sistemas narrativos. Sus obras constituyen por lo general instalaciones vídeo de una o múltiples pantallas, que subrayan con frecuencia el carácter cerrado del espacio de exposición y suelen instruir una cierta tensión en el espectador, que no consigue ni penetrar enteramente en la representación, ni distanciarse efectivamente de ella. Son obras más bien minimalistas, en las que priman el silencio y la sobriedad en los colores (cuando no el blanco y negro), y que describen las más de las veces una sola acción, que suele ser protagonizada por el mismo McQueen. Es por ejemplo el caso de Deadpan (1997), en la que el artista se filma mientras repite una célebre escena de la película de Buster Keaton (Steamboat Jim), que muestra a un distraído héroe que no nota que la fachada de una casa se le está viniendo encima, pero que sale milagrosamente inmune por estar parado justo en el lugar donde había una ventana abierta. En Hunger, las referencias a la historia del cine están presentes, pero en un registro menos explícito. Así, por ejemplo, la narración es introducida por un personaje que luego abandonaremos para seguir la historia de otro, el verdadero protagonista, al cual no hubiéramos tenido acceso sin alguien que nos lleve a él, adoptando de este modo la estructura narrativa que Hitchcock propusiera en Sicosis, filme cuyo contenido político suele pasar generalmente desapercibido. Son interesantes los ecos de prácticas de origen extra-cinematográfico que resuenan todo a lo largo del filme, entre las cuales se cuentan en primer lugar las suyas propias. Así por ejemplo, el tratamiento de la película que produce en Hunger una imagen matérica, casi táctil, por no decir carnal. Aquí el espectador se ve constantemente sometido a la inquietud de no saber cuál es la distancia que debe guardar con relación a lo que mira, propiciando con ello la necesidad de tomar decisiones, de definir una posición, de involucrarse. En el pasaje de la sala de exposición a la sala de proyección, en el contacto con los imperativos la ficción narrativa, las soluciones formales y las experiencias sensibles desarrolladas por McQueen adquieren otra modalidad de existencia, participando así de la renovación y la ampliación del repertorio expresivo de un arte que no ha cesado de tomar de otros cuanto requiera para seguirse transformando.

Comments

comments

X