Por Rafael Barriga*
La última entrega de los premios Oscar transcurrió como todas: premio tras premio, discurso tras discurso, vanidad, pomposidad, malos chistes. Cada mes de marzo somos porfiadamente recordados de quienes son los que dominan el cine y, por extensión, el mundo. Los grandes ganadores provienen, todos, de un solo lugar del mapa. Pero lejos de quejarme por aquella situación, me parece que hay algo importante detrás. Alguna excepción hay, siempre. Algún provocador, insurgente o disidente que llama a algún tipo de cordura. Pero la excepción es, justamente, eso. La norma son los ejecutivos de los enormes estudios, los directores que usan cien millones de dólares para hacer una película, las rutilantes y multimillonarias estrellas que dan vida al drama y la comedia de la gran pantalla. Eso es el Oscar: la celebración a un mundo que, en realidad, solo existe en ese reducido confín. Pero a veces, solo a veces, algo diferente pasa.
Este año esa disidencia provino del magnífico realizador británico Jonathan Glazer, al recoger el premio a mejor película internacional por “Zona de Interés”, así como otros años disidentes fueron Marlon Brando –al enviar a aceptar su Oscar a una indígena– o Michael Moore –al protestar por la guerra en Irak– o incluso Will Smith al propiciar un bofetón al animador de turno por haber hecho un muy mal chiste sobre su esposa, sustrayendo del marasmo de corrección política que domina proverbialmente la gala en cuestión. En esta misma columna escribí cuánto me impresionó aquel film en mi primer visionado, y luego de haberlo visto un par de veces más, concluyo que se trata de una de las películas más importantes, por lo menos, del siglo que trascurre. No digo esto por la epidermis de su trama, de por sí conflictiva y profunda, que transcurre hace 80 años, en plena Segunda Guerra Mundial, en una casa familiar cuyo predio colinda con el campo de concentración de Auschwitz, sino por su impresionante actualidad. “Zona de Interés” habla, con una voz muy fuerte, del tiempo de hoy.
Justamente, en su discurso de aceptación del Oscar, Glazer dijo: “todas nuestras decisiones fueron tomadas para reflexionar y confrontarnos en el presente, no para decir: ‘mira lo que hicieron entonces’; más bien, ‘mira lo que hacemos ahora’”. Allí, Glazer pone en evidencia algo que todos lo sabemos bien y pocos lo encaran de frente: hoy, como en el aciago año de 1943, vivimos uno y varios genocidios y, sin embargo, nosotros, miramos a otro lado; dejamos de pensarlo y seguimos viviendo nuestras vidas como si nada. Glazer fue aún más claro: “estamos aquí” –dijo– “como hombres que refutan su judaísmo y el Holocausto secuestrado por una ocupación que ha provocado conflictos para tantas personas inocentes, ya sean las víctimas del 7 de octubre en Israel o el ataque en curso contra Gaza”.
Pero decir semejante cosa en los premios Oscar podría verse como arar en el mar, aunque constituya una plataforma masiva –aunque cada vez menos según el análisis de los ratings de la trasmisión televisiva del evento a través de los años. Pienso que quizás lo que se dice allí sí importa, a pesar de lo trivial del contexto. Lo anotaba bien Naomi Klein en un reciente artículo en el diario británico “The Guardian”: “… tan pronto como Glazer concluyó su discurso –dedicando el premio a Aleksandra Bystroń-Kołodziejczyk, una mujer polaca que alimentó en secreto a los prisioneros de Auschwitz y luchó contra los nazis como miembro del ejército clandestino polaco–, salieron los actores Ryan Gosling y Emily Blunt. Sin siquiera una pausa comercial que nos permitiera recuperarnos emocionalmente, fuimos instantáneamente colocados en la trama “Barbenheimer”, con Gosling (protagonista de “Barbie”) diciéndole a Blunt (de “Oppenheimer”) que su película sobre la invención de un arma de destrucción masiva había convertido los faldones del abrigo rosa de Barbie en un éxito de taquilla y Blunt acusando a Gosling de pintarse los abdominales. Al principio, temí que esta yuxtaposición imposible socavaría la intervención de Glazer: ¿cómo podrían coexistir las tristes y desgarradoras realidades que acababa de invocar, con ese tipo de energía de fiesta de graduación de secundaria de California? Entonces me di cuenta: al igual que los furiosos defensores del “derecho a defenderse” de Israel, el brillante artificio que envolvía el discurso también estaba ayudando a exponer su punto”.
Igual de importantes me parecen unas declaraciones anteriores de Glazer en las que dice que, para la familia del comandante nazi de Auschwitz, el genocidio, que ocurría al otro lado del muro de su casa, se convertía en “sonido ambiente” para sus vidas. Y allí radica la brutal y deprimente actualidad de “Zona de interés”. Allí pone Glazer el dedo en la llaga: los genocidios que ocurren ahora mismo, Gaza uno de ellos, la pérdida gradual de derechos de millones de personas de todo el mundo –propiciadas por regímenes ultraconservadores, incluyendo lo que ocurre día a día en el Ecuador o ultraizquierdistas, como en algunos países vecinos– son “sonido ambiente” para los privilegiados que no los sufrimos. El silencio de los medios tradicionales de los países ricos y pobres, la evasión que proponen las redes sociales, la ignorancia a la que han sido expuestas las personas, sobre todo los más jóvenes, de todas partes del mundo, vuelven a las grandes tragedias humanas cosas que ocurren, lejanas, en otros mundos, o simplemente, no ocurren.
El cine tiene el poder de decirnos todas estas cosas que se ocultan tras la bambalina del tiktok. Y, mientras más se agudiza la pauperización intelectual de la red social de turno, más se vuelve imperioso el trabajo de cineastas, productores, distribuidores y exhibidores de cine que se dan cuenta que su medio es un arma poderosa de resistencia. Hollywood ha creado los más grandes desperdicios y también las más grandes obras maestras, y detrás de su noche máxima, en un pequeño rincón de su enorme aparato, alguien, de vez en cuando, tiene cosas que decirnos que importan; alguno que tiene la razón.
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