Por Christian León
Los grandes perdedores; los condenados por la sociedad. Es el cine de Aki Kaurismaki.
Siempre me ha llamado la atención de los inicios en los filmes de Aki Kaurismaki. Las últimas tres películas del director finlandés, que integran su llamada “trilogía de los perdedores”, no podían arrancar de forma más trágica. Nubes pasajeras (1996) inicia con un hombre que es despedido cruelmente de la empresa donde trabaja; días más tarde su esposa pierde el empleo cuando el viejo restaurante donde trabaja es embargado. El hombre sin pasado (2002) comienza cuando un obrero es salvajemente masacrado por unos pandilleros; como consecuencia queda en estado de coma, finalmente pierde la memoria. Luces al atardecer (2006) empieza con un joven solitario que es brutalmente golpeado cuando intenta liberar a un perro mantenido a la intemperie sin alimento ni agua por un grupo de buscapleitos.
Las primeras secuencias de estos filmes recuerdan el fatal desenlace del filme de realismo social o los finales trágicos del neorrealismo italiano. No obstante, ahí donde termina el realismo social inicia el cine de Kaurismaki. De ahí que el cine del realizador finlandés pueda caracterizarse como una superación del realismo que restablece la dignidad del perdedor o el marginal en un universo donde la sociedad se ha hundido.
Cuando los obreros han perdido todo vínculo formal con la sociedad y han dejado de ser incluso sujetos explotados por el capital se abren los relatos de la marginalidad de este director. Cuando la violencia social y la exclusión económica parecen haber tocado fondo, cuando la pobreza y el dolor se han vuelto inconcebibles empieza una nueva vida. El cine de Kaurismaki es una inmersión en un mundo post-societal, en donde todos los parámetros de valor, comportamiento y triunfo se disuelven una vez atravesado el umbral de las normas e instituciones sociales. Como el mismo cineasta lo ha reconocido, comparte con directores como Luis Buñuel y Robert Bresson un tremendo “horror a la sociedad”.
Solo en este universo post-societal, los perdedores invisibilizados por la sociedad del progreso alcanzan una especial dignidad. Personajes abatidos, marginados y desamparados son tratados sin ningún paternalismo, ni ánimo redentor, con una complejidad que rebasa los discursos políticos que los consideran como víctimas y mártires. Gracias al uso de una estética que sustrae el patetismo y la subjetividad, los personajes se transforman en seres enigma con los cuales no es posible la identificación. El abandono de psicología, los ritmos sin inflexiones, la presencia de tiempos muertos, la escasez del diálogo y la fijeza del plano ponen frente a nuestros ojos en toda su complejidad el relato vital de los seres para quienes está negado el progreso y el triunfo. Eso seres cuyo relato vital es inenarrable en la dramaturgia clásica del héroe.
Cabe la pregunta entonces ¿qué tipo de dignidad es posible para el personaje perdedor? Una buena respuesta la encontramos en Luces del atardecer. Esta película, quizás la más melancólica y menos irónica del director, establece un diálogo con el cine de Charles Chaplin (léase Luces de la ciudad y Tiempos modernos). Como el director inglés, Kaurismaki intenta dotar de dignidad al relato de los grandes perdedores, a los condenados por el destino y la sociedad. Koistinen es guardia resignado y solitario que lo único que busca es amor. Solo encuentra traición y humillación. Aun así en su tragedia hay una luz tenue que brilla suavemente.

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