Por María Campaña Ramia
Grandir, un filme de Ettiene Moine y Bernard Josse, una película que nos introduce a un lugar lleno de esperanza y cariño.
Recuerdo claramente la primera vez que vi Grandir. Era una tarde fría de febrero, en medio proceso de selección del programa para los EDOC. Sola, en casa, puse el DVD en el reproductor, sin mayores referencias: mejor así. De pronto estoy en un centro de acogida para niños en su primera infancia. Todos han tenido un comienzo difícil en su vida y han encontrado refugio en una casa de madera en el valle de Tumbaco donde –al menos así lo presiento yo– cuando el viento sopla huele a eucalipto. Algunos son todavía bebés y ninguno de ellos pasa de los seis años. Pero en su historia personal ya están escritos el maltrato, el descuido, la violencia y el abandono. Incluso su memoria genética está impregnada de ciclos constantes de abuso y ruptura familiar.
A menudo, una amiga muy querida me habla con un convencimiento profundo de la resiliencia de los niños, de esa capacidad inmensa que tienen de sanarse y recomponerse física y emocionalmente y de aquello que nosotros, adultos, podemos provocar. Ella piensa, y yo he aprendido a creer gracias a ella, que el amor por sí solo puede curar. La recuerdo cuando veo Grandir, una película tan respetuosa, delicada y comprometida que me llega como un regalo y me llena de esperanza.
Grandir en francés significa crecer, y hay que ver cómo se hacen grandes estos niños en su nuevo hogar, y con ellos las mujeres que los cuidan, el carpintero que fabrica sus cunas y muchas veces sus padres, quienes desde afuera tratan de recomponer sus propias vidas para poder restaurar una relación familiar quebrantada.
Cinco minutos después del inicio del filme, el jardinero de la casa nos regala su historia. Los realizadores Etienne Moine y Bernard Josse le ceden la palabra por completo y así, sin interrupciones, un hombre diáfano comienza a recordar. Es el testimonio de un niño que se crió solo y que renació cuando una mujer, pobre como él, lo acogió como uno más de sus ocho hijos y le enseñó lo que era el cariño. En este registro se mantiene la película durante las más de dos horas que siguen. Confesiones espontáneas, una mirada cuidadosa, silencios, gestos de ternura y reflexiones que no dejan de hacer eco. La cámara está casi siempre fija, atenta y en la posición adecuada. No perturba a los niños pero tampoco se aleja de ellos. Así, y de a poquito, Grandir nos introduce en esta casa que es la antítesis de los orfanatos típicos del cine. En este espacio cálido –como la luz que captada en los interiores, los susurros de las mujeres cuando hacen dormir a los niños, la manera como se comunican con ellos– el niño crece como un ser libre y competente y se va reconciliando con un pasado difícil, pero siempre al tanto de su historia personal.
Tiene un papel muy importante la naturaleza. Los árboles, la huerta y la tierra, sugiere la imagen, son el símbolo de que, como una madre, ese espacio rico y fértil de donde venimos está ahí para alimentarnos y acogernos. El componente observacional del documental se complementa con los testimonios de las cuidadoras de los niños, de algunos de los padres y especialmente aquellos de María, el motor del filme y de la casa. María es una mujer de hablar pausado, serena y convencida de las certezas que la motivan. De entre tantas otras, quizás su más grande empresa sea la de recuperar la capacidad del niño para sentir al adulto y acercarse a él sin temor, ayudarle a que pueda volver a confiar y sólo así logre sentirse a sí mismo y recomenzar.
La película tiene momentos dolorosos y al mismo tiempo emocionantes, como cuando María y Elena visitan a las familias de los niños. La posibilidad de escuchar y conocer a los padres le confiere un matiz mucho más amplio a la historia. Con el mismo cariño que los realizadores filman a los niños, se aproximan a sus papás y nos permiten descubrir a personas que también han sido heridas y merecen otra oportunidad. Detrás del maltrato, la negligencia, el abandono, hay circunstancias que aprendemos a ver con empatía y sin juzgar. Si habría que hacerlo, tan solo reprocharía en el filme –y solo en instantes– un tono acaso un poquito redentor, tal vez algunos minutos de más que pueden redundar y alejarnos de ese espacio en vez de mantenernos allí. Pero esto no es lo importante. Yo prefiero celebrar que haya sido el cine, y la clase de cine que defiendo, el que me haya otorgado esta bella confirmación: “Claro que se puede curar con amor”. Ahora comprendo aún mejor de lo que habla mi amiga: de un amor que no quiere poseer, que no busca dominar, un amor que defiende para el niño –por más pequeño que sea– su libertad, su integridad y su dignidad.

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