Por: John Chugchilán Arrobo
Nuestra intuición nos permite percibir el tiempo como una magnitud lineal que avanza hacia delante. O sea, que fluye inexorable desde el inalterable pasado, haciéndose presente, y marchando hacia el impreciso futuro. Sin intermitencia. Implacable. Perpetuo.
Las observaciones de Hubble, en 1929, concluyeron que cada galaxia se aleja de nosotros y que cuanto más lejana estaba una galaxia de otra, más vertiginosa se apartaban mutuamente. Se colige entonces que, al inicio, todas las galaxias estaban emplazadas en una singularidad, que denominamos Big Bang.
En esta Gran Explosión, el universo consistió en un punto más pequeño que cualquier partícula, que contuvo densidad y energía inconcebibles. Esta especie de burbuja de dimensión nula y masa infinita concentrada, súbitamente alcanzó una temperatura monstruosa, emergiendo así todo lo que existe hoy y existirá posteriormente. De este estallido inicial, que ocurrió hace unos 13.800 millones de años, según los científicos, el propio tiempo y el espacio fueron creados.
La teoría de relatividad general (1915), de Einstein, define que el espacio y el tiempo juntos conforman un solo continúo llamado espacio-tiempo, que no es plano sino arqueado por la materia y energía que contiene; una superficie cerrada sin fin. Una estructura cambiante, que se desfigura, se riza y crece. Observar el cielo y advertir que la luz de las estrellas que contemplamos tardó millones de años en alcanzarnos, y que muchos de esos luceros deben haber perecido ya, permite avizorar cuan estrechamente intrincados están espacio y tiempo en uno solo.
“Recordamos el pasado, ¿por qué no el futuro?” es una sentencia conocida como la «flecha psicológica del tiempo». El acopio progresivo de información, a través de las experiencias amasadas por las continuas impresiones de nuestros sentidos, se relacionan con el tiempo psicológico, con nuestras percepciones subjetivas.  Entonces, se sobreentiende que el tiempo está intrínsecamente relacionado con nuestra memoria… Y con su fragilidad. “Aunque a veces no lo recordemos, nada de lo que sucede se olvida”, sentenció Chihiro en Spirited Away (Miyazaki, en 2001), como queriendo insinuar lo dinámico de nuestras reminiscencias.
Pero, el flujo del tiempo y sus consecuencias han sido importantes temas de análisis no solo para la ciencia. Para la filosofía y las artes también ha significado una gran incógnita que causa desvelo. El cine se ha preocupado de cavilar sobre ello en numerosas ocasiones: es un impresionante rasgo de la sustantividad que le es de sumo interés.
Por citar, una de las cuestiones que pulula recurrente en esa obra suprema, El Cielo sobre Berlín – Las Alas del Deseo (1987), plantea: “¿Cuál es el principio del tiempo y el fin del espacio?”. Pregunta asidua, contumaz, retratando una de las obsesiones de Wenders. Interpelación que sigue tratando de ser respondida cabalmente por nuestra especie.
Y esa inquietud se entiende pues, como pensaba el sobresaliente autor ruso Tarkovsky, el componente principal del cine es el tiempo, no la imagen. Él, para abreviar la actividad cinematográfica, escribió: “Por primera vez en la historia de las artes, en la historia de la cultura, el hombre encontró el medio para imprimir el tiempo y, simultáneamente, la posibilidad de reproducir ese tiempo en la pantalla tantas veces como lo desease, de repetirlo y regresar a él: adquirió una matriz en tiempo real.” («Esculpir el Tiempo», 1985).
Es que para relatar historias se debe emplear cada segundo de manera exacta. El manejo de imágenes permite que el cineasta pueda manipular el tiempo a su antojo y conveniencia. “El tiempo, al fin y al cabo, no es una cosa, sino una idea”, como atinara en describir Dostoyevski en su magistral novela contra el nihilismo: «Los Endemoniados» (1871).
En una cinta, un lapso de tiempo puede registrarse: articulado, reversible, enmarañado, fortuito, desencajado, alterado. Conjuntamente, en el séptimo arte, existen tres estructuras temporales principales usadas al narrar: tiempo circular, tiempo cíclico y tiempo lineal. Y, la manera escogida de contar los acontecimientos puede ser de forma vectorial o no vectorial. Para conseguir estos efectos, estos saltos temporales, los directores se valen de algunos recursos técnicos.
Elipsis, jumpcuts, flashbacks, flashforwards, condensaciones, distenciones, efectos en cámara lenta (slowmotions) y en cámara rápida (timelapses); son distintas formas peritas que se usan para: sintetizar ahorrando entre un plano y otro, eliminar un intervalo pequeño o espacioso, hacer saltos o permutas arbitrarias en la cronología lineal de los hechos (hacia atrás o hacia adelante, profanando la temporalidad), compendiar o dilatar escenas, ralentizar o acelerar los movimientos, entre otros.
Todo esto para que los espectadores tengan la sensación de que el tiempo pasa, para dar dinamismo con intenciones estéticas, o, ir a las partes importantes. Para crear tensión, conmoción o afinidad. Para que el momento sea místico, metafórico o trascendental. Para que el espectador entrevea en los detalles y ate cabos.
Para producir remembranzas remotas o ensueño por el destino. Para estimular a partir de las nostalgias, y favorecer la integración del pasado al presente. Para anticipar y especular sobre presumibles ulteriores en el devenir. Para coadyuvar a afrontar cambios con seguridad. Para impulsar la introspección y el autorreconocimiento: se ha demostrado que el cultivo de la memoria ayuda a los individuos (o a los pueblos) a mantener su propia identidad, a sentirse aceptados.
Para referir superposición de acciones simultáneas. Para desarrollar líneas temporales sincrónicas: como lo expuesto por Nolan en su thriller Memento (2000), donde su protagonista desenvuelve sus acciones en dos ambientes, mientras intenta recuperar su capacidad de recordar: uno, en blanquinegro, que adelanta, y el otro, en color, que regresa. O, lo exhibido por Daldry en el drama The Hours(2002), donde los sucesos se despliegan en un solo día de tres mujeres en épocas distintas, entrelazando sus vidas eternamente.
Para aterrarnos frente a lo antinatura cuando, por ejemplo, los actores de Old (2021), de Shyamalan, notan como su vida entera se esfuma en cada exhalación y descubren están condenados a una muerte prematura. Ello, sin siquiera intuir que los monitorean. Y así, absortos, con ansiedad, dar oídos a esos seres envejecidos, pero aún mentalmente críos, que lamentan lo injusto de su situación, refiriéndose a “los recuerdos que ya no tendremos”.
Para tener la impresión de estar retenido en el tiempo, reviviendo cada día la misma escena, repitiendo el mismo ciclo, la misma rutina, una y otra vez y otra vez (propuesto ya en Groundhog Day, por Ramis, en 1993).
Para trastocar el sentido lineal del espacio-tiempo, y elucubrar sobre viajes al (in)mutable pasado, a quiméricos futuros, o a universos paralelos. Después de todo, Einstein reflexionaba que: «para nosotros, los físicos creyentes, la distinción entre pasado, presente y futuro sólo tiene el significado de una obstinada ilusión».
El genio francés Marker, incluso, fue capaz de usar fotogramas fijos en blanco y negro y una voz en off, apelando así a la detención del tiempo y otorgar un toque tangible, para idear un poderoso cortometraje radicalmente experimental de ciencia ficción: La Jetée (1962). Mismo que sirvió de inspiración para Doce Monos (1995), de Gilliam.
Si se desea indagar en un filme de culto, donde es difícil separar la materialidad del mundo onírico, el documental de la invención, se debe examinar El año pasado en Marienbad (Resnais, en 1961). Lleno de flashbacks, para quebrar a propósito todo contexto argumental, este ambiguo (no-)relato pretende dejar claro que no existe tiempo alguno y nada ocurriera.
Se concluye que el manejo perfectamente calculado del tiempo y la capacidad para expresar con él, se vuelve decisivo y vital a la hora de la construcción de la narrativa cinematográfica.
Y las interrogaciones en la ciencia/filosofía siguen surgiendo: ¿El tiempo causa gravedad? ¿Es el tiempo una magnitud discreta o una continua? ¿Existe en la naturaleza una verdadera objetividad, que es independiente de nuestros sentidos, como argumentaba Platón? ¿Es el tiempo real o solo un delirio generado por nuestros cerebros para interpretar la existencia? ¿Esta percepción del suceder del tiempo, como algo que se escurre continuamente, es solo una fantasía? ¿Es nuestro universo físico solo una serie de instantáneas fijas proyectadas, forjándonos la sensación de imágenes en movimiento, como en una película? ¿Estamos en una matrix? “¿Lo que vivimos es la realidad o solo parte de un gran sueño colectivo?” (Marker en Sans solei, 1983) …
Ya lo indicó Weinberg, uno de los físicos teóricos que unificaron electromagnetismo y fuerza débil: “El esfuerzo por comprender el universo es una de las pocas cosas que eleva la vida humana un poco por encima del nivel de la farsa y le da algo de gracia a la tragedia” («The First Three Minutes: A Modern View of the Origin of the Universe», 1993). Y es aquí cuando uno no puede dejar de reparar que la ciencia se aproxima bastante al arte.
Nosotros, simples seres mortales, que “somos como mariposas que revolotean durante un día y creen que es para siempre”, citando a Carl Sagan, logramos dominar al inexpugnable tiempo. Someterlo a nuestros caprichos, a nuestros designios. Al fin, somos sus creadores.
El cine lo propició. El cine hizo posible lo imposible.

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