Por la señorita Kenton, la nueva ama de llaves*
En una serena y feliz cabaña en medio del campo, dos pétalos dan a luz el amor.
1
Debe haber sido en Cambridge o en algún instituto que ya no recuerdo, en alguno de esos farsantes cursos de “escritura creativa”, cuando escuché por primera vez que ‘el amor solo brota en la juventud’.
Evidentemente, yo, una veterana que frisa los 60 años, me opuse a tal tontería.
Y luego, en una banca del parque, mientras un pájaro defecaba cerca de mí, reparé en que mi visión sobre el amor había mutado. 
Debido a que soy vieja y que vieja no me gusto como persona, ni como edad, para mí el amor vendría a ser en síntesis: «Hablar con alguien que no te haga daño». Y me refiero a esa compañía que no duele y que está para ti (en las tardes cuando volvemos a casa), y que basta para cerrar el día, agradecidos, en paz.
Ya de viejos, los días no son lo mismo que para los jóvenes.
Ellos, los muchachos, se empecinan en creer que el amor es aquello tan intenso como una droga. Y precisamente esa visión estúpida ha sobrepoblado el mundo de matrimonios y de hijos. 
2
Mariana Andrade me llama por teléfono desde Nayón, ese escondido pueblito de pétalos multicolores, y me cuenta que Ochoymedio propone una muestra titulada ‘El amor’, donde Alain Resnais (‘Hiroshima, mon amour’), Leos Carax (‘Los amantes del Pont-Neuf’), Michael Haneke (‘Amour’), y Gaspar Noé (‘Love’) ensayan en cuatro filmes una mirada sobre este sentimiento humano, a veces devenido en instinto para sobrevivir.
Señorita Kenton, ¿sería tan amable de reflexionar sobre el amor? Me pregunta Mariana.
Y yo que he amado y me han amado, le respondo: Mariana, con la certeza de que el amor sana y construye, desde luego querida amiga, ¡lo haré!
3
‘Amour’ de Michael Haneke, es la obra cumbre que trae esta muestra de Ochoymedio. 
Tentada por la misión de desentrañar los misterios que embarga el universo amoroso, visité hace unas semanas una muestra de pinturas de Edward Hopper en el Instituto de Arte de Chicago, en Estados Unidos.
Disfruté de la compañía de Douglas, un joven poeta de barba y mirada intrigante, y cuando nos quedamos contemplando aquella pintura titulada ‘Nighthawks’ (1942), empezamos a intercambiar varias ideas sobre el amor y la compañía.
El amor es como una silla de ruedas, dije yo.
¿Recuerdas la silla de ruedas de la película ‘Amour’?, preguntó Douglas.
Y remató con esto: solo el amor cura la enfermedad de la vida.
4
Para comprender el amor, algo debe envejecer en nosotros. Si solo lo vemos con ese adolescente deseo de que sea eterno, corremos el riesgo de romperlo.
No es de echar en falta que el amor no surja entre quienes desean poseerse con fiereza. No me concierne ese amor que busca estallar traumas y debilidades del otro.
Así como lo entiende Haneke, en su película ‘Amour’, admiro ese sentimiento que se disciplina en acompañar, guiar, orientar, acariciar, mimar y proteger.
Eso es amor y eso también es amar. Es mi sospecha.
No pierdo de vista que la compañía no es privilegio que se ofrenda solo en la madurez. Siendo nosotros jóvenes (o imberbes) también descubrimos que cuando una persona nos toma de la mano se rompe de inmediato esa soledad con la que nacemos.
En ‘Amour’ (película que cuenta como marido y mujer viven la rutina en una edad provecta), la compañía se vuelve fundamental para afrontar el dolor.
Cuando Anne (la protagonista) cae en desgracia, se sienta en una silla de ruedas con el cuerpo ya inútil, destinada a una existencia de mierda, en tanto su marido Georges asume el difícil papel de soportarla así, abatida, con deseos de quitarse el dolor de su vida suicidándose.
5
Aunque George Steiner haya dicho (no se sabe en qué circunstancia) que el pensamiento es inseparable de la melancolía, Anne, prueba todo lo contrario. Ella no se deja arrebatar por aquel estado de ánimo de vulnerabilidad.
Anne tiene coraje. 
Anne sabe que su enfermedad no tiene remedio. Anne sabe que será un peso en la vida de su marido. Anne se fastidia con aplazar el dolor yendo al hospital. Anne se quiere muerta antes que cautiva en un cuerpo inservible.
Hay en esta pareja, la compuesta por Anne y Georges, a más de sus ochenta años, un estoicismo poco visto en el matrimonio. 
Juntos cruzan la vejez con el ánimo pausado y silencioso. Saben que lo que trae la decrepitud es oprobio y merma, limitaciones y fastidio.
Pero a pesar de ello, se abrazan a una rutina. 
¿Hay algo más hermoso que la rutina de dos viejos que se amaron desde jóvenes?
‘Amor y amistad’ son las dos caras de la misma medicina, bendita fórmula que necesitamos para sentirnos vivos y sanos.
En ‘Amour’ lo que descubrimos, además, es que la construcción de una rutina, con nuestro mejor amigo/esposo es la felicidad.
Y la destrucción de ella puede ser el fin del amor.
6
Michael Haneke es un adicto a aquella violencia que trastoca nuestras vidas hasta convertirnos en seres irreconocibles.
Ya sea el divorcio, la enfermedad o el homicidio, a Haneke le parecen perfectas excusas/desgracias o accidentes que sirven para sacar a flote sensibilidades o monstruos profundos.
Aquel sábado lluvioso de febrero, cuando murió mi padre, hubo un silencio en mí que no era mío. Y por ese breve espacio de tiempo, ante las paredes frías del hospital, comprendí que no me conocía.
Con las películas de Haneke nos queda esa sensación de extrañeza, de perder nuestra identidad, la rutina segura que nos abraza al despertar.
Precisamente, en el desayuno, Anne pierde su salud para siempre y Georges entiende que el amor no es un acto ni un estado. 
El amor es una herramienta. Y cuando se convierte en un gatillo sirve para darle paz al enfermo, a la esposa amada.
Ahora que Douglas vive en Italia, en una pequeña casa en la Costa Amalfitana, vestido con bermuda y una camisa de flores, siempre tan guapo y con su barba canosa, pienso en lo que me dijo al despedirse con beso en mi boca: “La película de Michael Haneke nos enseña que sí es posible amar hasta que la muerte nos separe”.
*La señorita Kenton es una sencilla ama de llaves, muy responsable y trabajadora, que brindó sus buenos oficios en la mansión Darlington, en Inglaterra, hasta cuando cumplió 50 años. Ahora reside en la ciudad de Nueva York y conoció de cerca el barrio La Floresta de Quito, en un invierno muy lejano y un paseo muy breve. Ochoymedio da la bienvenida a su pluma y augura que sus columnas no sean esporádicas y que nos deleite con su buen gusto.


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