Por Juan Carlos Donoso
Cuando me toque a mí de Víctor Arregui, un retrato del Quito de hoy.
Hace unos días estaba chateando con un amigo que vive a tres cuadras de mi casa y me decía: loco, Quito es una ciudad castrante. No sé porqué se me vino ese recuerdo en una de las secuencias finales de la película Cuando me toque a míde Víctor Arregui. No tengo muchos años en esta ciudad, apenas veinticinco, pero cada vez que me enfrento a ella, muchas veces la encuentro de esa manera: castrante, impenetrable, inhóspita y hasta a veces, insalvable. La película me deja sobre todo eso, una pregunta ¿en qué ciudad vivimos? No me remite a una respuesta inmediata o automática; me siembra esa incógnita honesta y directa: ¿porqué no reflexionar sobre este espacio, sobre este escenario donde vivimos?
“Siempre estamos esperado que nos formulen una respuesta para quedarnos tranquilos”, como dice el personaje de Manuel Calisto. La película no hace esas concesiones, sino que en su construcción gramática, descompone la realidad para hacerla más compleja, más incompresible al ojo televidente; más dura, más humana. Quizás lo más extraño de la película es esa edificación del sinsabor que dejan los deseos no logrados, el desconsuelo de tener que conformarnos con ver desfilar a los muertos y llorarlos, para no tener que confrontarnos al hecho de tener que entendernos con los vivos. Todo este murmullo de relaciones que nos plantea el filme de Arregui y el libro de Noriega, no es más que un muestreo de la ciudad; para llevarnos a percibir un tono, un estado de ánimo y finalmente un punto de vista sobre lo que es vivir en Quito. Es así como podemos comenzar a pensar, ¿porqué hablar sobre Quito desde la morgue? Porqué no hablar de ella desde un parque o desde el “hot spot” de la diversión; sino ahí, donde los vivos callan, donde terminan sus historias, donde las narrativas no tienen más a dónde ir. La morgue como esa cocina donde se fabrican las grandes preguntas de la existencia, donde los miedos salen a flote hasta en el más acostumbrado a la putrefacción; donde la gente finalmente calla para empezar a escuchar al otro, al que perfora su tórax mientras le cuenta sus tristezas, sus miedos y sus más ondas esperanzas.
Vemos a un médico forense introspectivo, que le comenta a su aprendiz sobre el seno cálido de la amante con algo de desconcierto y morbo por salir de donde se encuentra, de esa maternidad eterna y castrante que gobierna a los personajes y que los encierra en un círculo de exacerbante mediocridad. Me parece escuchar las palabras de Foucault, cuando comenta sobre el león de circo, que aunque tiene las puertas abiertas, ya no puede salir de su cárcel. Apenas contempla el horizonte de la magnificencia del sexo, se limita, se pone la mano en el pecho y se culpa, para llorar como una beata que no puede regresar a la vida a sus parientes muertos.
Cuando me toque a mí es quizás la enunciación de una espera; de cualquiera de esos personajes que al final del film, deambulan por las calles como “aguaitando” su fin. Pero también la narración despierta una rabia, un descontento necesario, una mirada adulta que apunta con el dedo a su ciudad, sin miedo; y que le dice: mírate, escúchate, así me suenas, a esto me sabes, a esto me recuerdas y a esto me has llevado. Hacer una película como esta entonces, no solo tiene que ver con llevar algo a la pantalla; tiene relación con un proceso que sale de las tripas, de las catacumbas de la conciencia, del día a día en un lugar repleto de experiencias y de potencialidades que posiblemente no deberían ser nunca castradas por el miedo o la inmadurez. Creo que esta película que hemos tenido el agrado de presenciar, puede o podrá ser recordada, como el primer retrato fílmico de la Ciudad de Quito.

Comments

comments

X