Por Andrés Cárdenas Matute
La tragedia es que esperamos mucho del amor. Esas fueron las palabras de Pawel Pawlikowski para explicar su obra cuando le entrevistaban durante el festival de cine de San Sebastián el año pasado. Para ese momento la cinta ya había ganado, entre otros, el premio a la mejor dirección en Cannes. Pero todavía no sabía que iba a ser la mejor película europea del año ni que iba a alcanzar tres nominaciones importantes en los Oscar –dirección, fotografía y película extranjera– a pesar de ser una producción polaca. Su respuesta completa durante aquel encuentro español fue la siguiente: “Del amor humano esperamos grandes cosas, esperamos algo absoluto. Pero nunca es absoluto; siempre es relativo y depende de cómo eres en la vida y de tu carácter. La tragedia es que esperamos mucho del amor. El amor divino puede ser absoluto. El amor humano, en cambio, es relativo y a veces cómicamente absurdo”. Esos son los temas de Pawlikowski desde que regresó a filmar en Polonia. Hace cine de la misma manera que habla: procura ir descubriendo, escena a escena, lo misteriosos que son nuestros deseos y nuestras elecciones. Así, desde que el cineasta volvió al país en el que vivió hasta sus adolescencia, después de haber trabajado mucho tiempo en Inglaterra y Francia, nos ha regalado dos películas –Ida (2014) y Cold War (2018)– que son parte indudable del mejor cine de los últimos años.
Esta vez la narración se sitúa en una línea de aproximadamente quince años, desde inicios de los cincuenta hasta 1964, cuando Polonia se encontraba bajo el dominio comunista soviético. Aunque los problemas políticos no son el tema central del relato de Pawlikoski, estos inevitablemente calan dentro de sus personajes e influyen en sus decisiones y por tanto en su destino. Las historias de amor no son impermeables a su contexto histórico. Wiktor es músico y compositor. Está embarcado en un proyecto para formar un coro especializado en interpretar piezas tradicionales polacas llamado Mazurek (que existe hasta ahora bajo el nombre real de Mazowsze). En el casting conoce a Zula, interpretada por la cantante y actriz Joanna Kulig. En el mismo momento en que Wiktor escucha su voz e intuye su carácter, surge algo en su interior que probablemente nunca cese. Y es durante esos primeros años de ensayos, entre el canto y la danza, en donde nace un intenso amor que durará todo el metraje de la película. Los vemos en Varsovia, Berlín, París o Yugoslavia aunque, durante los puntos ciegos creados por las constantes elipsis, lo que sucede son separaciones, nuevas parejas, extradiciones, uniones de conveniencia y hasta cárcel y tortura. No es casualidad que uno de los bares en los que vuelven a estar juntos se llama “Eclipse”, ya que las vidas de Wiktor y Zula se cruzan casualmente solo cada cierto tiempo, aunque los intervalos puedan parecer miles de años. Esta ausencia del otro –ha dicho Pawlikowski– debe ser fundamental en el fortalecimiento de las relaciones, algo casi imposible de conseguir en una época como la nuestra, con una hipercomunicación que pone a todos a disposición de todos permanentemente. 
Las películas de Pawlikowski pueden, cada una a su manera, encontrar su génesis en algún evento de la vida personal del polaco. Pero Cold War –tal vez junto a Last Resort (2000)– lo hace de manera especial. Después del sorprendente final, antes de que aparezcan los créditos, dice la dedicatoria de Pawlikowski: “A mis padres”.  Y el director y guionista no ha tenido problema en comentar que se inspiró en la historia de ellos, no exenta de traiciones, alejamientos dolorosos, retornos, comienzos de nuevas vidas, en distintos países, con distintas personas: “Pero terminaron juntos –explica el cineasta– porque ambos estaban ya demasiado cansados de pelear durante cuarenta años. Eran muy jóvenes cuando murieron, tenían 57 y 67. Justo antes de morir, durante dos o tres años, fueron la pareja más feliz. Se dieron cuenta de que solo se tenían el uno al otro. De alguna manera es la más grande de las historias de amor”. Así se entiende que, casi al inicio de la película, durante los castings para el coro, una pequeña campesina nos adelanta musicalmente lo que después será la trama desde el punto de vista narrativo. Ella canta la canción tradicional Dwa Serduszka (“Dos corazones, cuatro ojos”) que habla de una mirada oscura que llora toda la noche porque no puede estar junto a la persona que ama. Se trata de un ritmo lento, absolutamente melancólico, en donde cada verso es separado del siguiente por una triste melodía de voz: Mi mamá me dijo que no te enamores de ese chico / pero fui de todas formas por él y lo amé hasta el fin / Lo amaré hasta el fin.
Al inicio y al final del filme vemos las ruinas de un templo. Son escenas que tienen ciertas reminiscencias a Tarkovski, en las que nos vemos rodeados de iconos despintados por la violencia, varios arcos de medio punto, amplias ventanas abiertas hacia el campo polaco y, sobre todo, una gran bóveda descubierta hacia el cielo. Pero es este espacio que se abre en vertical el que da mucho más aire a las acciones de los personajes. De cierta manera hace estallar el doloroso laberinto de idas y vueltas que han escogido sus personajes para vivir. Y es entre unas velas, palabras del ritual católico de amor hasta la muerte, un campo polaco de trigo, pastillas de acuerdo al peso de cada uno y los recuerdos de los padres del cineasta, cuando vuelven las palabras de Pawlikowski en San Sebastián hace un año. Palabras que constatan la confusión que surge de esperar lo absoluto de algo que tal vez no lo es tanto. Aunque, también es verdad, en el camino podríamos hacernos menos daño.

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