Por Rafael Barriga
Burgueses
“No me dan pena los burgueses vencidos, y cuando pienso que van a darme pena, aprieto bien los dientes y cierro bien los ojos. Y pienso en mis largos días…” dice una combativa línea del poema de Nicolás Guillén, años después proclamado como “el poeta nacional de Cuba”. Y es que el primero de enero de 1959, con el final triunfante de la guerrilla de Sierra Maestra, con el mítico recorrido de “los barbudos” por el oriente del país, con las bellas historias de amor de guapos guerrilleros con doncellas de Camagüey, con los bailes de Changüi en Guantánamo, la burguesía cubana sufrió su más cara derrota. Como dice Félix Contreras, el personaje que acapara la mayor lucidez en la nueva película de Yanara Guayasamín, Cuba el valor de una utopía, “…aquel día vi la luz. El aire tenía un olor diferente. Yo conocí la posibilidad.” Al mismo tiempo, un viejo trovador callejero le canta a la cámara el clásico de Carlos Puebla: “se acabó la diversión, llegó el Comandante y mando a parar”, haciendo las veces de coro griego a la narración de victorias.
La película de Guayasamín llega a los cines a los cincuenta años de ese 1959, y se estrena en Ochoymedio en una fecha particular: el primero de mayo, día del trabajo. Fidel Castro, líder de aquellos guerrilleros y luego del Estado y de buena parte del pueblo cubano hasta hoy, proclamó el triunfo de los trabajadores, de los obreros, de los campesinos. Condenó a la derrota al capitalismo, al imperialismo y, por ende, a la burguesía cubana que había dominado el país desde antes de su proclamación como República. Como hordas los burgueses se fueron de Cuba, y al pueblo cubano no le dio pena.
Hay placer por el detalle en esta película: Guayasamín dedica la primera mitad de su filme a recrear la odisea de la historia cubana desde los años cuarenta hasta el primero de enero de 1959, en las voces de Contreras y otros siete personajes –entre los que se incluye al propio Fidel Castro, cuyo testimonio se recoge desde lo que parece ser un almuerzo social, que incluye al padre de la realizadora, Oswaldo Guayasamín–. Cada personaje es retratado en su actividad diaria presente. Cada uno fue, en diversos niveles, artífice de la posibilidad de aquel día. Desde la cantante lírica Marta Cardona, hasta los combatientes Arnold Rodríguez Camps, René Cintao y Guillermo García Frías. Cada uno nos cuenta su historia, y a partir de allí Guayasamín nos lleva a vivir la hazaña. Cuando Marta Cardona narra la vida durante el tiempo de Batista, y cuenta de la miseria y la limosna, las imágenes nos muestran los banquetes de la burguesía y la alta sociedad y el desfile de las debutantes del Yatch Club. Puro cine bélico y político.
Causas y asares
“Hay una relación dialéctica entre lo particular y lo general” dice Félix Contreras –poeta de profesión, refiriéndose a los hechos históricos de la historia revolucionaria cubana. “Un individuo determina una cosa colectiva”. Yanara entonces nos muestra, a lo largo del filme, las historias de estos individuos, y a la sazón, casi una sucesión de asares que le dan otra dimensión al discurso promedio de la larga nómina que compone el género “documental sobre Cuba”. Guayasamín toma en serio la teoría de Contreras. Desde cada testimonio, desde cada dato y referencia de siete personas diferentes, va hilvanando una historia mucho más grande. Y en cada historia, hay actos donde la fortuna se impone. Con todo pormenor, Fidel Castro cuenta la historia de Eurtilio Guerra, compañero guerrillero en la Sierra Maestra, que en un momento crucial del combate traicionó a los alzados, y fue informante del ejército de Batista. Para Castro, queda claro que su vida se encontró en las manos de Eurtilio una noche. “Algo raro sentí esa noche”, dice. Sin razón, Eurtilio no lo ejecutó, y luego de descubierta la patraña, fue ejecutado por la guerrilla. ¿Es Eurtilio Guerra héroe para la continuidad del proceso revolucionario, a pesar de su traición? ¿Él es policía Chabiano, que allá por los tiempos del ataque al Moncada, fue el que puso prisionero a Castro, que había fracasado en la toma, y que no lo ejecutó en el acto sino que le entregó a la justicia regular, otro titán revolucionario? Todos estos relatos, toda la narración de Guayasamín se va centrando en la muerte y su posibilidad, en lo fortuito de su condición y en el ritual que lo compone, tal como lo hizo en su anterior largometraje –De cuando la muerte nos visitó (2003)– . El filme va explorando a un país en permanente estado de guerra, en donde se canta “Fusil contra fusil” y donde la lucha es, según Arnold Rodríguez Camps, por “la justicia social, que es la justicia de la justicia”.
En una especie de cameo que ocurre al promediar el filme, Felipe Pérez Roque, el recientemente destituido ministro del exterior de Cuba, remarca en la conversación de Fidel Castro. “Eran quince, y ya ganaron la guerra”, celebraba el joven ex político hoy en desgracia, el momento en que el Granma –el yate que desembarcó a Castro y compañía, desde México– tocó costa cubana. Un puñado de quince que se alzó con “toda la gloria del mundo, que cabe en un solo maíz”. Al final de 1958, 300 guerrilleros derrotaron a más de 10 000 soldados. La historia del triunfo de los del 26 de Julio es épica, pero es producto de una serie de causas políticas y sociales que han impactado al mundo, y también de unos asares dignos de una turbadora canción y de una película que encuentra el grano de maíz al narrarlos.
La victoria
Pasa un bus destartalado por Regla. Los niños juegan en el parque. Félix Contreras encuentra delicioso el pan que compra en la calle. Sara González, una de las fundadoras del movimiento de la “nueva trova cubana”, canta su canción: “y entre canto y llanto de la guerra, nuestra primera victoria”. Han pasado cincuenta años desde la primera victoria y la propia cantante cuenta luego: “somos sobrevivientes”. La segunda mitad del filme de Guayasamín da un salto de medio siglo y nos propone ver el presente. En un alarde de fino montaje, el filme hace la transición desde el primero de enero hasta el día de hoy a través de un collage de archivo que nos muestra el summum del vertiginoso camino: la reforma agraria, la alfabetización, Playa Girón, la crisis de los misiles, los huracanes y su secuela de destrucción, la zafra y el sueño de los diez millones, el crimen al avión de Cubana de aviación, la crisis de los balseros, el campeonato mundial de béisbol ganado por Cuba, Elián González. “Que tiemble la injusticia cuando llora el aguerrido pueblo de Fidel” dice una canción popular. Y el pueblo cubano no ha parado de llorar en estos cincuenta años, ni la injusticia ha dejado de temblar.
Los personajes de la primera mitad se suman a otros nuevos. Todos son humanizados de alguna manera por Guayasamín. La directora no los usa como simples cabezas parlantes, sino que les dota de tridimensionalidad. A los personajes se suma la materialización de los tiempos: la crisis económica y la restricción de alimentos, los Centros de Defensa de la Revolución y su retórica de estilo soviético, la pobreza y el exilio. La gente que retrata Guayasamín, todos de una misma generación, tienen un presente que se ocurre feliz pero duro, en donde el recuerdo de lo épico alimenta la carencia del presente. Hay un primer indicio de la voz de la juventud (tarea obligada para un próximo filme de Guayasamín): un grupo de niños de barrio recita casi de memoria el grito de guerra de los pioneros. Patria o muerte, venceremos. Contreras hace un diagnóstico final: “la revolución me hizo más humano”. La palabra final la tendrá, como siempre, Fidel Castro Ruz, que proclamará otra vez su lugar en la historia, como el David que derrotó a Goliat.
Cuba el valor de una utopía, hace un trabajo minucioso con la historia. No por ello deja de lado la humanidad de todos los personajes retratados, incluyendo al potencialmente impenetrable Comandante en jefe, a quien en algún momento vemos saboreando un mojito. Su presencia es estimable en los ojos de Guayasamín. La palabra de Castro es, sin embargo, permanentemente contrastada por la de Contreras. Si el uno es elegíaco y monumental, ataviado en su mitológico traje verde oliva, y se declara como un “político en el mejor sentido de la palabra, es decir un político revolucionario”, el otro va por los vapores de la vida desmenuzando la esencia del ser humano y de la rebeldía que también lo define. Contreras, el Comandante y todos los demás personajes tienen algo en común: todos pertenecen a una generación que se realizó con la revolución cubana. Una generación que fue la protagonista –y sigue siendo protagonista, según los últimos cambios de la nomenclatura dirigencial– de uno de los más apasionantes periodos de la historia del siglo veinte. Guayasamín se encarga, en todo el proceso, de hacer una definición personal e histórica de la palabra utopía. Su voz, distante pero comprometida, es sin dudas un aporte vital a la muy polarizada discusión de este y otros tiempos.

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