Por Sandra Araya  
   Voy a hacer una confesión para comenzar con este texto, porque por algún lado hay que empezar, y, para hablar del cine de Gaspar Noé, es necesario agarrarse casi con desesperación a cualquier cabo que encuentres suelto, como una señal. Así, confieso que después de que vi Clímax (2018), me había prometido que no vería más películas de Noé; quedé devastada entonces, sobre todo por la certeza de que el pequeño niño que había quedado encerrado en un cuarto de máquinas no podía estar bien luego de haber llorado desesperado mientras afuera se desataba el clímax de las pasiones de un grupo de bailarines. Además, los recursos que Noé utilizó en la cinta me llevaban por el camino de esos seres que habían sido drogados sin saberlo: ver Clímax era como montarse en un trip extremo que podía ser placentero a ratos, pero que luego se volvía horrible. La pérdida de conciencia era algo que podías sentir desde tu lejana butaca, la conciencia que se liberaba hasta el paroxismo, un acto de escapismo que había propiciado Psyche, una de las bailarinas. Y en ese momento quizás no quería seguir haciéndome ciertas preguntas como si es el alma algo opuesto a la conciencia, a la razón, o si siquiera existe eso que llamamos alma.
   Y bueno, heme aquí nuevamente comentando una película de Noé, siguiendo el rastro de Psyche sobre un camino trazado por el director francoargentino, supongo que no de forma inconsciente.
   Cuando se estrenó Clímax, y luego de las críticas, Noé dijo que estaba ya grabando su quinto largometraje, de título Psyche, precisamente. Sin embargo, lo que llegó a las pantallas fue algo distinto, Vortex (2021), una cinta que, si bien está construida con muchos de los recursos a los que Noé es propenso (un ritmo que produce angustia, por ejemplo), también nos introduce en una visión más profunda y sencilla de nosotros y los más cercanos: adultos mayores, padres, madres, aquellos que no pueden valerse ya con independencia.
   La vejez. La ancianidad. La edad de los adultos mayores. Como sea que queramos llamar al crepúsculo del cuerpo y de la mente, que no del corazón. Hablemos de la vejez, nos dice Noé en esta cinta, pero intentando interiorizar la distancia que nos separa a los seres humanos, a los seres queridos, a quienes incluso duermen en la misma cama. No importa cuánto ames a alguien -es lo que vemos, lo que palpamos-, cuánta vida hayan compartido juntos, siempre existirá una distancia insalvable entre esa persona y tú: la distancia de que son dos almas distintas, dos pensamientos distintos, que, por un quiebre neurológico, comienzan a habitar realidades totalmente diferentes.
   El deterioro, hablemos del declive de una persona, de una relación, nos dice Noé. Así, asistimos al despertar de una pareja mayor: un hombre que tose mucho, una mujer que, desde que abre los ojos, parece algo confundida. Pero, nos preguntamos, ¿quién no se despierta algo sorprendido de aterrizar nuevamente en el mundo “real”? 
   En todo momento vemos una pantalla dividida, así, más que un recurso técnico, asistimos a dos realidades al unísono y, repito, lejanas. La mujer cumple con cierta rutina, va al baño, prepara café, se va para su estudio, donde tiene una laptop, y luego anota algo en un papelito, para al final agarrar su cartera y un abrigo para salir del apartamento; el hombre se levanta, va al baño, se sirve una taza de café y luego va a su estudio, al otro extremo del apartamento de donde tiene la mujer su pequeña oficina. Hay un contraste entre los dos sitios de trabajo: el de ella es algo más oscuro, de paredes rojas, mientras que el de él es clarísimo, además de que no cuenta con una computadora sino con una máquina de escribir. En ambos sitios, sin embargo, y a pesar de los rasgos particulares, reina un pequeño caos personal e íntimo que los hermana: libros, afiches, notas adhesivas. De hecho, todo el departamento es como una enorme biblioteca disparatada: libros por doquier, cintas de video, objetos y más objetos que seguramente son depositarios de la memoria compartida de la pareja. Su espacio, su hogar.
   La pantalla dividida nos muestra que la mujer va de tienda en tienda y en su recorrido se ve cada vez más confundida. Él, en cambio, desde su oficina, llama por teléfono y habla sesudamente con alguien a quien le cuenta sobre el libro que está escribiendo, un texto sobre el cine y los sueños. Hasta cita de memoria un par de versos de Edgar Allan Poe que quiere usar como epígrafe para su libro: 
Is all that we see or seem
But a dream within a dream?
   Esos mismos versos le había recitado al principio de la película él a su esposa, cuando ambos, sentados en su terraza, bebían algo de vino en una mañana soleada. Y se rieron. Y disfrutaron del momento, y seguro hasta se cobijaron en esa posibilidad infantil de que todo fuera un sueño.
   Por supuesto, no podían saber que los sueños se transforman en visiones confusas y en pesadillas a lo largo de la vida, no ya en el mundo del inconsciente. Mientras el hombre habla, la pantalla dividida nos muestra a la mujer cada vez más confundida con su entorno. Él, cuando nota su ausencia, sale en su búsqueda y cuando la encuentra, la lleva a casa con un ramo de flores y ya en el entorno íntimo la regaña: no puede irse así como así de casa, y él, además, no puede estar cuidándola a cada momento, tiene que trabajar. Ella asiente y nosotros, desde lejos, queremos consolarla. Se ve como una niña. Se ve que se siente como una niña. Se ve que se siente culpable, pero sin saber muy bien por qué. Luego, ella ejecuta un gesto decidor: voltea boca abajo las fotografías familiares que encuentra por ahí. ¿Qué es lo que no quiere ver? O, mejor dicho, ¿qué es lo que no puede ver?
   Ese ritmo de las realidades diferenciadas se mantiene durante toda la cinta, incluso cuando llega de visita Stepháne, el hijo de la pareja, quien lleva consigo a su cría, Kiki. Se siente en todo momento la distancia insalvable entre esas personas que han conformado un grupo humano condensado, una familia que podría tildarse de tradicional, incluso dentro de los parámetros de las pequeñas tragedias: entendemos que Stephane ha estado internado en un siquiátrico por un abuso de drogas, pero él reconoce que fue por su bien, y el cariño entre él y su padre y madre es notorio.
   Pero ¿es que esa familia tiene problemas por culpa de las drogas? La madre es (o fue durante su vida profesional) siquiatra y aún hace sus propias prescripciones. El hijo le advierte al padre que no tome pastillas recomendadas por ella. Pero el padre responde con sencillez: nada de lo que les ocurre es un efecto de algo preciso, solamente es la vida, el destino que se posa por aquí y por allá. El vórtice de la vida, podríamos decir, desde el título de la cinta. Porque todo es inevitable: el cansancio, el envejecimiento, la muerte. Y si lo sabemos inevitable, ¿por qué nos sigue haciendo sufrir? Porque esa es la vida. Y nuestro último rasgo de conciencia, a la edad que sea, nos empuja a entender esta realidad algo brutal.
   Esta perspectiva íntima sobre la pérdida de la conciencia en los adultos mayores sitúa a Gaspar Noé en la línea de las cintas The Father (2020), de Florian Zeller y Love (2012), de Michael Haneke. Incluso, situándonos en esta perspectiva de hablar de la vejez, podemos citar películas como Relic (2020) y hasta X (2022), dentro del cine de terror, el género más vilipendiado y que seguro no entra dentro de lo que llamaríamos “cine culto”. Aunque sabemos que el terror no es tan lejano para Noé, por las clasificaciones de sus anteriores cintas, y porque cabe anotar que el actor que hace el papel del padre en Vortex es Darío Argento, uno de los más grandes exponentes del género giallo en Italia.
   Pero ¿es que nos aterra la vejez?
   Es muy posible. En 1970 apareció el ensayo La vejez de Simone de Beauvoir, donde la filósofa arremetía contra las sociedades de la felicidad que nos vendían una realidad que dejaba de lado a la gente vieja, a los ancianos, sencillamente porque no son productivos en el estricto sentido mercantil de la palabra. Dice, en su introducción:
Si los viejos manifiestan los mismos deseos, los mismos sentimientos, las mismas reivindicaciones que los jóvenes, causan escándalo; en ellos el amor, los celos parecen odiosos o ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria. Deben dar ejemplo de todas las virtudes. Ante todo se les exige serenidad; se afirma que la poseen, lo cual autoriza a desinteresarse de su desventura. La imagen sublimada que se propone de ellos es la del Sabio aureolado de pelo blanco, rico en experiencia y venerable, que domina desde muy arriba la condición humana; si se apartan de ella, caen por debajo: la imagen que se opone a la primera es la del viejo loco que chochea, dice desatinos y es el hazmerreír de los niños. De todas maneras, o por su virtud o por su abyección, se sitúan fuera de la humanidad (De Beauvoir 10, 2013).
   ¿Cómo guardar la serenidad cuando el mundo se está escapando de nuestra conciencia? ¿Por qué el hombre o la mujer vieja no han de sentirse perdidos y hasta devastados por el hecho de que los objetos amados, la memoria, lleguen en un momento a saturar nuestro espacio y nuestro pensamiento? ¿Qué pinta el alma en todo este duelo entre conciencia y declive?
   El hombre, que en todo momento se ve activo mentalmente, consulta unas notas ara su libro que están dentro de una carpeta que lleva rotulado con marcado el título de “Psyche”. 
   Y no quisiera adelantarle a nadie qué pasará con esa carpeta. 
   Prefiero que la gente se interne desde la sala de cine en Vortex. Quizás como en una representación de la propia vida, el teatro donde se materializan los sueños, buenos y malos. Donde te aventuras a mirar con la conciencia y también a través de algo intangible, llámese corazón, alma o, sencillamente, ser.

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