Por Alexis Moreano Banda
Funny Games U.S., de Michael Haneke, es el remake del thriller del mismo autor de 1997. Es un filme que, con puros recursos de puesta en escena, pone a la violencia en un plano inquietante, evacuada del cuadro.
A nivel del relato, Funny Games U.S. no difiere del típico thriller basado en invasiones domésticas: George, Anne y el pequeño Georgie forman, con el infaltable perro, una familia modelo. De paseo en una confortable propiedad situada a las orillas de un lago, la familia es visitada por dos jóvenes desconocidos, unos “niños bien” impecablemente vestidos con sus trajes de golf, guantes blancos incluidos, cuyo aspecto y buenas maneras enmascaran un extremo sadismo. En cuestión de minutos, y sin razón aparente, los invasores matan al perro, inmovilizan al padre, encierran a la familia en el salón de la casa y la someten a una sesión de tortura particularmente cruel, que se prolongará hasta el día siguiente.
Durante más de hora y media, el filme de Haneke nos hará ver el suplicio de una familia, pero lo hará con una justeza rara vez alcanzada en el cine, que desmonta a puro recurso de puesta en escena, la lógica espectacular de los códigos genéricos, y devuelve contra el espectador sus deseos de voyeurismo. Falso slasher y verdadero filme de horror, Funny Games U.S. retoma, en efecto, todos los tópicos del cine de género (el suspenso, la sangre, la crueldad desmedida…), salvo la gratuidad y la delectación impúdica con las que el cine contemporáneo, del gore de serie Z a Tarantino, suele esquivar el desafío de producir una representación a la vez rigurosa y responsable del mal y de la violencia. Con Haneke, al contrario, queda claro que el horror no se limita al ejercicio físico de la violencia extrema, sino que recubre por igual su preparación, su advenimiento y sus consecuencias. De ahí que los actos más crudos no nos serán nunca mostrados directamente, sino siempre fuera de campo: evacuada del cuadro, escamoteada de la representación, la violencia no es por ello soslayada, sino que deviene aún más inquietante, al ser nosotros quienes le damos imagen.
Funny Games U.S. se inscribe pues en la línea de esas raras películas que, como La naranja mecánica o Saló, abordan el tema la violencia sin eludir la dificultad de darle una imagen, al tiempo que elevan una crítica de sus representaciones convenidas, en las que hasta lo más abominable se exhibe como un simple producto de consumo. Pero si la proximidad con estas películas se percibe sobretodo en el plano temático, Funny Games U.S. toma por modelo propiamente cinematográfico a esa otra obra maestra del horror psicológico, El resplandor, realizada por Stanley Kubrick en 1980. Las primeras imágenes del filme, en las que la cámara acompaña desde las alturas a un vehículo que se desplaza por una carretera rodeada de naturaleza, recuerdan de hecho la célebre secuencia de apertura de la película de Kubrick. Evocación que, más que declarar un parentesco, establecen una analogía a nivel del tratamiento formal, que permite situar de entrada el régimen de la representación en el que vamos a movernos: no la prolongación de un género específico (el horror de matriz fantástica en Kubrick, el hiperrealismo del gore contemporáneo en Haneke), sino su recapitulación crítica.
Por si a alguien se le escapó, cabe señalar para terminar que la versión estadounidense de Funny Games (de ahí las siglas U.S.), que se estrena este mes en Ochoymedio, es un remake estricto del original austriaco, que no presenta con relación a su modelo ninguna diferencia significativa – los diálogos, los movimientos de cámara, el trabajo de iluminación y la ambientación son rigurosamente los mismos en ambas versiones, de modo que sólo el reparto y el idioma presentan cambios notables. Las dos películas son a tal punto equivalentes que algunos observadores han reprochado a Haneke por haber realizado un segundo filme que pareciera del todo innecesario, mientras que otros han interpretado el gesto como una obsecuencia ante los imperativos de la industria y el mercado. Interpretaciones como estas no sólo ignoran las marcadas posiciones políticas del cineasta austriaco, sino que pasan por alto la observación del filme en sí mismo, que ya en su primera versión era lo que su reiteración sólo reafirma: un ejercicio demoledor de las lógicas reproductivas de la violencia en y por la imagen, cuya radicalidad reside precisamente en subvertir, desde el interior, su naturaleza puramente repetitiva.
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