Por Alexis Moreano Banda
Las canciones de amor, cinta de Christophe Honoré.
Julie e Ismael son jóvenes, bellos, viven en pareja, y desde hace algunas semanas comparten su cama con Alice, que los ama a ambos. El filme arranca, pues, con un trío amoroso ya plenamente constituido, consolidado en la amistad y animado aún por el placer de la experimentación y el deseo. Pero en esta película nada queda quieto ni pareciera destinado a durar; al contrario, todo avanza, se estremece y muta a una velocidad insólita, como si personajes, imágenes y relato estuvieran impulsados por una energía irresistible, imparable. Es así que la primera escena del filme es ya una imagen de la separación, la prefiguración del fin de una relación que todavía no nos ha sido siquiera presentada 1. Julie camina sola, y sola está haciendo la fila del cine cuando llama por teléfono a Ismael en busca de unas palabras de amor que no le serán concedidas, no porque el amor falte, sino porque Ismael es del tipo que se expresa físicamente, y porque sinceramente piensa que, en una relación como la suya, las palabras sobran. Incapaz de responder al clamor de su amada, prefiere sobreactuar ante Alice un número de autosatisfecha fanfarronería. Christophe Honoré, que antes de ser cineasta se había destacado ya como escritor y conoce por ello las dificultades y responsabilidades que la palabra conlleva, hará pagar caro a su personaje tanta ligereza, pero no sin antes marcar un primer sobresalto que, como será la norma en cada desarrollo importante de la trama, se planteará en términos que sólo se pueden formular en cine. Así, Julie acaba de salir de la función cuando es sorpresivamente abordada por un Ismael tan enamorado como convencido de la inutilidad de decirlo, y sucede entonces lo extraordinario: los personajes se ponen a cantar.
En un santiamén, la intromisión abrupta de la música transforma enteramente la película que hasta entonces creíamos ver. Lo que se nos ofrecía como una comedia dramática a fin de cuentas convencional se nos revelará progresivamente como un híbrido extraño, una suerte de (auto)retrato generacional envuelto en un drama psicológico, a medio camino entre la tradición de la cinefilia crítica heredada de la nouvelle vague y la revisitación gozosa y declaradamente manierista de un género tan mal querido y tan poco explorado en la actualidad como el filme cantado. De hecho, la película no cesa de multiplicar homenajes, citaciones y referencias cinéfilas de todo tipo, algunas de las cuales resuenan con particular intensidad (Godard, Cocteau, Eustache, Demy); el mérito de Honoré es el de saber integrar cada una de ellas a un sistema simbólico prefijado, y ponerlas todas al servicio de la narrativa interna de su propio filme, que se presenta a fin de cuentas como un todo coherente y finamente hilvanado. El recurso a las canciones beneficia de la misma exigencia.
La idea de introducir un pasaje cantado para desbloquear (o dar a existir) un diálogo entre dos personajes que no hubieran podido comunicarse de otro modo aparece ya en el filme precedente de Honoré (En París, 2006). Pero lo que entonces constituía un elemento dramático aislado, en Las canciones de amor se hace sistema: trece canciones para otros tantos momentos de inflexión dramática. Las canciones alternan con los pasajes hablados, y son interpretadas por los mismos actores, con lo que quedan perfectamente integradas a las acciones de los personajes. Y sin embargo, uno no deja de sorprenderse cada vez que cambiamos del registro hablado al registro cantado. Más que sucederse unas tras otras, cada canción se presenta como una aparición que lleva consigo la fuerza desestructurante de un acontecimiento.
En este filme en el que nada parece estable, cabe al menos señalar una constante: son las canciones las que invariablemente nombran lo real, mientras que las palabras sirven esencialmente para enmascararlo, para encerrarlo, para evitar hacerle frente. Con su declarada artificialidad y lo directo de sus enunciados, la canción desmonta tanto el sistema mimético de las representaciones como los embelecos de la retórica, haciendo suya la complejidad y las contradicciones de la situación que describe, abate o suscita. Y es que la canción, simplemente, no miente, porque apenas dice todo lo que tiene que decir. Ismael le canta a Julie las innumerables razones que tiene para amarla, las mismas que jamás conseguirá decirle, pero eso no resuelve nada (“¿Y por qué callar tus razones?”, le canta de vuelta Julie). Alice es sin duda sincera cuando canta a la vez su condición de amante y de puente entre los amantes, en una versión más del mismo bolero de siempre (“Me gustas tú, y tú, y tú…”), pero la canción apenas alcanza para decir la verdad de su querer, no para preservarlo. Así como es hablando que Ismael miente querer separarse de Erwan, quien cantando le invitaba a amar “por la sola belleza del gesto”.
Pero la originalidad y la fuerza de este filme van por supuesto más allá de la presencia y el sorprendente tratamiento de los pasajes cantados. Las canciones de amor es probablemente la película en la que los tópicos y el estilo personal de su realizador más saltan a la vista y están más consistentemente elaborados. Entre otros, vale resaltar su depurado sistema de prefiguraciones y resignificaciones constantes (así por ejemplo el uso del falso travelling como anunciación de la muerte y confirmación de una condición espectral, o la presencia de los marineros que califica la sexualidad de Erwan y anticipa la conformación de su pareja). Destaca también la fineza con que la gravedad de la temática es acompasada por la ligereza del tratamiento (la película, después de todo, trata sobre la culpabilidad y el trabajo del duelo), así como la sutileza con que Honoré filma la muerte (la fotografía en oposición al cine) o introduce sus comentarios políticos, o bien la agudeza, el ingenio, el humor y la total ausencia de nostalgia con que el realizador se inscribe en una filiación y resuelve sus deudas con el cine que le precede (aplauso particular a las escenas de alcoba, en las que Honoré se autoriza un ménage à trois con Godard y Eustache). Pero puede que el mayor mérito del filme esté en su citada capacidad de mutar constantemente.
Desde la descripción de los personajes y otros elementos diegéticos hasta las referencias fílmicas o las más ostensibles decisiones técnicas, todo se presenta en primera instancia como perfectamente predecible porque mil veces visto, re-conocido porque archi-conocido, pero sólo para que luego (o más precisamente enseguida) cada expectativa, cada convención sean contradichas o desarticuladas por la puesta en escena. Las canciones de amor es ciertamente un melodrama, y además un melodrama musical, pero liberado de los lugares comunes del género. De hecho, es un melodrama sensual y hasta dichoso, que no apela a sentimentalismos fáciles ni se regodea inútilmente en la conmoción, y en el que los registros expresivos (imagen fija o estática, palabra hablada o cantada) se oponen finalmente menos de lo que pareciera. Un filme vivo, en suma, que opone a cada situación un acontecimiento, que recusa la quietud como lo hace la vida misma, que no cesa de pasar.
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