Por Rafael Barriga
La clase, Palma de oro en Cannes, vuelve a recordarnos que uno de los grandes cineastas de hoy es Laurent Cantet. El filme es un relato sobre las frágiles relaciones entre un profesor de secundaria y sus alumnos.
En el abundante mundo de las películas sobre la educación, La clase de Laurent Cantet, marca un nuevo hito. El cine francés –reflejo de una sociedad casi obsesionada con la educación y la domesticación del “buen salvaje”– ha sido capaz de proponer películas como Los 400 golpes de Truffaut y –más notablemente, El niño salvaje, también de Truffaut– o Ser y estar de Nicolas Philibert, pero en esta ocasión el gesto de Cantet con La clase tiene también fuerte color político. La cinta ha llegado en momentos en que el gobierno de Sarkozy ha dado golpe potente a las políticas públicas de educación al privarlo de no pocos recursos. Así, el filme, que es mucho más que el recuento cinematográfico de un año escolar, en la materia de lenguaje, en un aula de profesor de influencia socrática y unos educandos multi-étnicos en plena edad del burro, llega a ser brillante materia humana, y un alegato en pro de la educación pública y del entendimiento entre contrarios.
Cantet habla, en su cinta, con igual eficacia, de la complejidad y cordura del sistema educativo público, de las vivencias particularmente intensas de la adolescencia, del engañoso poder de la palabra, y, cómo en otras películas del realizador (Recursos humanos y El empleo del tiempo), sobre las delicadas relaciones de poder, enclavadas en seres comunes y corrientes, en la sociedad occidental de nuestro tiempo. François es el profesor de la escuela pública del barrio 20 de París. Al frente suyo están un par de docenas de jóvenes de 13 y 14 años. La mayoría de ellos son hijos de inmigrantes africanos, de los territorios franceses de ultramar o del Magreb. En el filme, todos ellos se personifican a sí mismos, y frente a las cámaras de Cantet, representan las cientos de horas al año que pasan juntos, alrededor de la materia curricular. Muy al contrario de la experiencia norteamericana de La sociedad de los poetas muertos, Cantet los retrata a todos con todas sus flaquezas y noblezas. Son seres reales.
François, que recurre al debate, al diálogo y a la negociación en su cátedra, y utiliza cada experiencia de las relaciones entre maestro y alumnos y entre alumnos entre sí, para crear una oportunidad de aprendizaje, también pierde los papeles al final de la narración, y también expresa dudas en el proceso mismo de la educación. Y aunque los alumnos muestren toda su inmadurez y soberbia, son también vistos por Cantet con infinito afecto y ternura. Las vivencias del uno y los otros se desencadenan sin dar al espectador un instante de respiro, y en esa multitudinaria aparición de emociones –rabia, desconsuelo, simpatía, amistad, venganza– Cantet logra, por fin, moldear una representación válida de la diversidad de la metrópoli occidental de este siglo, y a apostar por las riquezas del multiculturalismo en lugar de meramente observar sus deficiencias.
Es una pena que el título del filme en español sea La clase. Su título original “Entre les murs” (Entre los muros) es mucho más acertado en la intención de Cantet. Los muros a los que se refiere el cineasta no son solo los cuatro que circundan al aula, sino también los que existen en el lenguaje utilizado por unos y otros, en las infranqueables diferencias de esta micro sociedad y en las desdeñosas cercas que se crean en las inevitables percepciones del poder. François usa su autoridad como profesor de modo natural y cauto, pero no duda en ponerse al nivel de sus inferiores cuando hay que solventar la polémica. Los adolescentes crean, quizás imperceptiblemente, un ambiente propicio para que sus propios intereses sean respetados, pero no les queda más remedio que ser súbditos de las reglas. El mecanismo de disciplina de la educación pública aparece democrático, con representatividad de todos los frentes, pero al final, su poder no vacila y está desprovisto de compasión y humanidad. Todos quieren arañar sus espacios de poder. Así, La clase se convierte en un relato sobre la misión de todos estos estamentos –profesores, alumnos, dirigentes, padres– de traspasar unos muros construidos de tal manera en que solo los más fuertes, los más listos y los más perseverantes sobreviven. Es decir, un relato sobre los materiales de los que está hecha la vida misma.

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