Por Daniela Alcívar Belollio
Un clásico de Ingmar Bergman: Escenas de un matrimonio. Aquí, la vida de una pareja no avanzan ni retroceden, sino simplemente ocurren.
Los postulados teóricos del realismo formulados hacia 1936 por Georg Lukács afirmaban la necesidad de elaborar narraciones llenas de sentido, con una visión clara de principio y fin y en las que cada parte se viera recompensada según sus actos por la conciencia del escritor. A estos principios oponía el desorden descriptivo del naturalismo que, inmerso en el detalle y perdido en la yuxtaposición de escenas, perdía la valiosa perspectiva que permitía poner cada acción en la medida justa del desarrollo dialéctico de la historia. Esa división puede servir para pensar, aún en su terco esquematismo, cierta política narrativa de lo que llamamos cine moderno. En Escenas de un matrimonio, de Ingmar Bergman (1973), no es el avance lineal y progresivo, la narración repleta de sentido de las relaciones de una pareja lo que se cuenta; por el contrario, lo que vemos describe el avance caótico, asimétrico y azaroso de dos vidas que no avanzan ni retroceden sino que simplemente ocurren, tan ajenas al destino como cualquier otra.
Escenas de un matrimonio inicia con una descripción explícita de lo que se presenta como una pareja convencional y relativamente feliz. Johan y Marianne llevan diez años casados y están conformes con su rutina, con su apagada vida sexual, con sus dos hijas y con sus profesiones ejercidas con suficiente (pero no excesivo) entusiasmo. Los personajes (que en contadas escenas comparten la historia con otros personajes, ya que la película los aísla enteramente del mundo) hacen acto de presencia simplemente apareciendo. Al principio parecen contentos, pero esa alegría funciona como desencadenante de distintas situaciones que poco a poco muestran la concepción temporal con la que operan: el abandono indolente de Johan, el humilde sufrimiento de Marianne, el regreso ambivalente, la violencia que llega hasta los golpes, los reencuentros, los nuevos matrimonios, las relecturas que cada uno hace de su propia vida, son situaciones que ponen de relieve, sí, una reflexión sobre la vida matrimonial y sobre el amor, pero que parecen suspender las especificidades y pretensiones de un tratado psicológico impreso sobre celuloide para hacer gravitar sobre la narración una apreciación en acto sobre la vida.
Si la película trunca constantemente las expectativas de un balance moral que haga a cada uno pagar su parte y recibir su recompensa (equilibrio arbitrario al que nos tiene acostumbrados el cine industrial) es porque el aliento que da vida a esta película carece de prejuicios al respecto y porque elabora un sistema en el que el paso del tiempo no se equipara con el ordenamiento de los elementos ni con la consumación de un mandato pre-establecido. Por el contrario, el paso de la vida en Escenas de un matrimonio se dibuja sobre un camino lleno de bifurcaciones y sobre la imagen de una fulguración: la vida no se mide por distancias recorridas ni por el cálculo comparativo entre triunfos y fracasos, sino por los momentos de intensidad que dan cuerpo a los encuentros y desencuentros de los protagonistas con la fuerza efímera –fulgurante– de lo que cambia de sentido cada vez, de lo que cambia el sentido de la existencia cada vez que acontece.
Lo que conmueve en esta película no es tanto el desarrollo espiritual y la progresiva liberación de Marianne, ni el cambio de Johan que pasa de la frialdad a la desesperación, esos grandes motivos de las historias de amor. Lo que conmueve tiene que ver, por el contrario, con la singularidad de cada encuentro, con la unión invisible, imperfecta y persistente de dos personas que veinte años después de haberse casado y después de haberse abandonado, herido, insultado y despreciado mutuamente, aún encuentran un espacio de goce en su devenir amantes en el umbral de la vejez. No es la idea del amor eterno (ese refugio de los conformistas) lo que se escenifica en esta historia, sino la intensidad de lo que acontece singularmente, la extrañeza de lo que, siendo ya conocido, se hace nuevo cada vez, anónimo e íntimo, a orillas del mar en el confín del mundo.

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