Por: Ana Cristina Franco
De tintura amarillenta, de madera vieja,  de canciones de los Rolling Stones con acento en español, de salsa, de algarabía y sobremesas está tejida la atmósfera de El Olvido que seremos, la  16ava película del apreciado director español Fernando Trueba. La cinta, basada en la novela homónima de Héctor Abad Faciolince, narra la historia del doctor y activista colombiano Héctor Abad.
Cuando su padre murió, Hector supo que tenía que escribir su historia; o quizá lo haya sabido antes, desde que observaba las vivencias de su familia con nostalgia anticipada, desde su lugar de único hijo varón entre cinco mujeres y de niño que quiere ser escritor. De alguna manera Hector intuyó que la historia de su padre era también su historia, la historia de su familia, de sus hermanas, de su madre, y claro, la historia de Colombia, o al menos de una parte de ella. Lo cierto es que el libro que escribió resultó un Best Seller que vendió miles copias alrededor del mundo y que también recibió buenas críticas de escritores como de J.M. Coetzee; tanta fue su fama, que nada más y nada menos que el director laureado que recibió un Oscar por La Belle Epoque decidió cumplir el sueño de más de un escritor, hacer una película basada en su libro.
La adaptación de Trueba no está mal, pero está lejos de ser su mejor película (como cierta cítica la ha calificado). A ratos con escenarios demasiado producidos pero interesante al fin y al cabo, sobre todo, por la presencia de Javier Cámara, que sostiene la película como las tortugas sostienen al mundo (y habla como colombiano a la perfección!) .  De cualquier manera la película ha sido bien recibida por la crítica. Hasta ahora , ha sido incluida dentro de la selección oficial del Festival de Cannes 2020, ha ganado el premio al mejor filme del Festival CineHorizontes en Marsella y ha sido galardonada con un premio Goya en la categoría de mejor película iberoamericana.
El guion propone dos tiempos; en el presente vemos la historia de un Hector joven que debe interrumpir sus estudios en Italia para volver a Colombia a arreglar asuntos familiares, entonces se enfrenta al pasado de su familia y la relación con su admirado padre, Hector Abad, doctor y activista defensor de los derechos humanos. Aunque no está claro el conflicto dramático la película atrapa por sus personajes, por el ruido de una casa siempre llena donde Hector crece, bendito entre las mujeres, por la monja niñera que cuida a los niños y les dice cosas como “a una monja nunca se debe mirar el pelo”,  pero sobre todo, por la mirada de un Hector niño que cuestiona los valores religiosos abalado por la influencia crítica de un padre que constantemente le impulsa a ser curioso, a interesarse por el arte y la ciencia, pero sobre todo, por los demás seres humanos. Cuando en una ocasión Hector cuestiona a su padre acusándolo de egocéntrico por ayudar en exceso a los demás en vez de mirar hacia su propia familia, este le responde “ningún problema es solo de de los demás”.
Tras ser jubilado casi a la fuerza, Hector Abad decide dedicarse a cuidar las rosas de su jardín, pero su talento innato por ayudar y alcanzar justicia social lo llevan a lanzarse para alcalde en una época  en la que Colombia era un país caotizado, marcado por la violencia, los malos gobiernos y el narcotráfico, donde las voces críticas eran acalladas.
Abad nunca se definió como de izquierda o de derecha. Cuando alguna vez se lo preguntan ingenia una hermosa metáfora relacionada al cuerpo humano en la que deja clara que su posición, más allá a amarrarse a una tendencia política, defiende, ante todo, al ser humano.
A la inversa de lo que suele hacerse, Trueba nos muestra el presente en blanco y negro y el pasado a color. Quizá lo haga para combatir el cliché o para contraponer la alegría de la infancia a la desazón del presente. De cualquier modo resulta interesante el reto de mostrar la nostalgia del pasado a colores, sin recurrir al clásico recurso trillado. El blanco y negro consta en el imaginario colectivo como una especie de romantización del pasado; casi parecería que no existió, que fue un sueño o, pero cuando vemos imágenes a color algo nos dice que es real,  que  existió.  Sin embargo estos recursos estéticos a ratos resultan forzados, la exagerada textura a veces parecería comparable a un filtro de Instagram; esto parece jugarle en contra a la película haciendo que a ratos se sienta como una construcción de Colombia un tanto forzada, o quizá vista muy desde fuera,  como una especie de realismo mágico enlatado.
Da la sensación, también, que se podría decir más con menos. La película oscila entre lo contemplativo y lo narrativo. Nos lleva por la cotidianidad de la casa, los bailes de las hermanas, las ocurrencias de la monja y una trama que no parece avanzar mucho; desde el punto de vista de la dramaturgia cuesta reconocer un conflicto, pero esto pasa a segundo plano cuando aparece Abad,  un personaje entrañable, cuyo mérito se lo llevan tanto Trueba como Cámara.
El Olvido que seremos, que clausuró fuera de concurso la Sección Oficial de la sexagésimo octava edición del Festival de San Sebastián, es una película cálida, que a pesar de ciertos elementos que podrían saltar, como el exagerado drama o casi melodrama en las escenas climáticas, atrapa por algo que no se ve, quizá sea el calor y el color que destilan sus personajes, o el cariño que se presiente tras la historia.
La impronta de Trueba, al igual que la de Abad Faciolince, es la nostalgia.
“Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y los que seremos.”
Dice uno de los versos de un poema de Jorge Luis Borges. Y es esa materia líquida e invisible la que atraviesa todos los aspectos de la película, un niño que ya no es niño y abraza a un padre que ya se fue, la infancia perdida, la familia que cambia, que se va, los lazos que duran a través del tiempo,  quizá sea eso lo que la convierte en una película especial, y sobre todo, cálida y que indudablemente vale la pena ver.

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