*Por Francisco X. Estrella
Para Natalia
No es verdad, como se ha escrito por ahí, que los últimos filmes de Federico Fellini llevasen después del título el apellido del autor por razones artísticas, sino acción de tribunales y batallas legales: cuando en 1968 Fellini comenzó la preparación de su Satiricón basado en la obra de Petronio, le surgió un inesperado film rival protagonizado por Ugo Tognazzi que metió a la tropa de Fellini en el lío de deshacerse del rival. Una de las decisiones del equipo de FF fue denominar al suyo “El Satiricón de Fellini” con el fin de diferenciarlo del advenedizo.
Mas la cinta con que Ridley Scott, director de Los Duelistas (1977) y Gladiador (2000), ha desestabilizado el tablero 2023 de las carteleras del mundo sí debió haberse titulado El Napoleón de Ridley Scott, en atención a su factura artística y a su perspectiva. Esto, la perspectiva, valora a obra tan entrada en azares y batallas contra quienes defienden la fidelidad histórica de la vida del Corso y no terminan de hallarla en la cinta de Scott.
Con el propósito de abogar por este punto de vista ante el tribunal del celuloide, me permito una reminiscencia: todos sabemos que Stanley Kubrick trabajó durante años en compañía de decenas de especialistas, cientos de libros y miles de fotografías, con la mirada puesta en trazar otra vida de Bonaparte para la gran pantalla como lo hicieran antes los directores Abel Gance o Sacha Guitry, en 1927 y 1955, respectivamente. Kubrick estaba completamente obsesionado con Napoleón, tan así es que soñaba con Audrey Hepburn para Josefina y con batallas en las que participarían 10 mil soldados de caballería o 40 mil de infantería. Para su filmación buscaba el respaldo de Rumania y alguno de sus ejércitos, ello, amén de miles de notas, cartas acerca de su filme non nato, y conversaciones y desvelos sin número ni fin.
Pero el Napoleón de Kubrick no vio la luz a causa de la falta de dinero y en los 1980s el director se fue por otros derroteros. No hemos querido saber pero hemos sabido, sin embargo, que el punto de vista, la perspectiva que interesaba a Kubrick era la del Napoleón soldado y los motores psicológicos que lo conducían: imaginaba más al estratega que al legislador, estadista o lector, más al general de los ejércitos que al pilar de la nación francesa moderna, mucho más a un guerrero que al niño caprichoso o… al amante.
Kubrick tenía clara la idea de que el amor por Josefina no fue algo gratuito en la vida del Corso, sino “una de las pasiones obsesivas más grandes de todos los tiempos”. «Quizá Napoleón habría sido mejor hombre de haber sido amado más y mejor», escribió Kubrick mientras revisaba Las guerras privadas del clan Bonaparte, escrito por la dama de compañía de la emperatriz Josefina, Madame Rémusat, que refieren la época romántica napoleónica, sus secretos y detalles. Pues El Napoleón de Ridley Scott ofrece ese punto de vista que Kubrick dejó en segundo plano, pero ante el cual nunca fue indiferente: el amor entre el Corso y Josephine du Beauharnais, interpretada en el film por la discretamente altiva y británica Vanessa Kirby.
No es difícil sacar esta conclusión después de ver El Napoleón de Ridley Scott, más cuando el Corso parece empeñar su vida misma al servicio de Francia y de su esposa —de la que se divorciará al no poder ésta darle un hijo, el sucesor—, cuando renuncia a batallas por ir tras ella como ocurre en su enfrentamiento con los mamelucos, cuando sufre víctima de los cuernos que Josefina le inflige temprano en la batalla del matrimonio, cuando es víctima de la desesperación y la ausencia en sus múltiples campañas en Europa, y en la derrota a manos del enemigo, quien aprovecha para deslizarse en las sábanas de su Josefina después de haberse separado los amantes.
Cualquiera que se interese en ella podrá abrir algunos de los libros de la pila que se ha escrito sobre el Emperador y su Emperatriz, no en balde parecen sumar los 10.400 volúmenes, de acuerdo con el conteo del mismo Ridley Scott. Parece que Josefina fue hermosa, perspicaz, pérfida e influyente, seis años mayor que él. Era amante de Barras cuando conoció a Napoleón —de quien se dice que no duraba más de tres minutos por coito—, enloqueció de por vida al conquistador de Europa, el nuevo César francés, fue despreciada por Letizia, madre de Napoleón, y su clan, quienes se referían a ella como “la Vieja”. Para el caso, veo en Vanessa Kirby a una Josefina tan digna de desatar la pasión y enloquecer al mismísimo Napoleón por más conquistador de Europa y África que hubiese sido, es decir, Señor y Amo del mundo de ese entonces, aunque, quizá para la gran pantalla, su belleza se antoje demasiado british y poco française. Eso sí: ha ofendido a las buenas conciencias galas, es decir, a los siempre plomazos de aquí y allá, que, al conocer a Napoleón, aún vestida y nada pudorosa, abra ligeramente las piernas y sugiera al futuro Emperador su gruta como un lugar del que el Corso ya no querrá salir jamás. Y, ¿cómo querían los santurrones defensores de los Inmortales que amase el febril Corso, quienes atacan al film? ¿Por WhatsApp con restricción parental?
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Siguiendo otra vez a Kubrick (de quien Ridley Scott es su incondicional), diré que el personaje escogido para esta cinta es perfecto al ser héroe, guerrero, conquistador y constructor, pero víctima del amor frustrado en medio del sexo, la violencia, los celos y la traición. El Napoleón de Ridley Scott se teje con un personaje que empieza por ser grotesco y hasta ridículo —como da cuenta el golpe de Estado del Dieciocho Brumario, el estudiado por Marx, filmado en tono de opereta, como han querido zaherir a dicha secuencia los detractores de la cinta, hasta dar con un Napoleón con todos sus huesos en el piso al rodar por las escaleras de la Asamblea—, lascivo y juguetón en sus lances eróticos, nervioso, inseguro, desprovisto de elegancia, agresivo y duro. Es decir, un corso de la cabeza a los pies. Berrinchudo, magno y sin equivocación aparente, siempre a la delantera, Napoleón, sin embargo, tiene un talón de Aquiles: el amor niño por Josefina y los cuernos que ornan su frente. Más: al presionar a Josefina para que le dé un hijo durante una cena, el Corso exclama: “¡mi destino me ha traído frente a esta chuleta!”. Y se lanzan los objetos a la cabeza. Más Napoleón no podría ser.
Pero: ¿en realidad así lo es? Sospecho que cada uno de nosotros tiene su propio Napoleón, su propio Bolívar, su propia Marilyn Monroe, labrados a fuerza de lecciones de secundaria o de biografías, a cual mejores en nuestros libreros pontificios. Parecería ser que mientras más a fondo se conoce a un personaje, más prejuiciado se es, y la más calificada opinión alcanzan a reservarse los historiadores. Ello puede funcionar en el salón de clases, he de decir, pero no en un film.
Cien historiadores provistos de sus bayonetas han enfilado contra El Napoleón de Ridley Scott a nombre del Emperador de nuestro inconsciente a quien debemos preservar. Le han señalado —y con justicia—, la que parece una serie de errores en la fidelidad histórica, el no haber estado presente el Corso en la decapitación de María Antonieta (cuyo personaje no ha sido rapado antes de pasar por la cuchilla —guillotina que, también, parece haber sido mal diseñada en el film de Scott—), haberse inventado cañonazos contra las pirámides en Egipto, no ser fiel a la verdad en la batalla de Austerlitz, presentar a un político solo corroído por las pasiones, atado a la falda de su mujer y del todo insulso, no haberse reunido nunca con Wellington a bordo del HMS Bellerophon tras su derrota, no portar sable en Waterloo y malcomprender bélicamente esa batalla final… El más divertido de los artículos que he leído y marcha en esa dirección de historiadores que se aspan en el confesionario, es uno excelente, firmado por el profesor Francisco Gracia Alonso de la Universidad de Barcelona, https://www.despertaferro-ediciones.com/2023/critica-pelicula-napoleon-ridley-scott-joaquin-phoenix/ en el que sin desmayo en los detalles intenta hacer picadillo del filme a causa de su aparente superficialidad. Gracia Alonso nos habla con gracia de cofias, sayos blancos, charreteras, balística, compara el ascenso de Napoleón a general con una secuencia de Monty Phyton, precisa que las fechas de nacimiento de los novios, en la boda, son equívocas, odia a Rupert Everett como Wellington y añora (no sabemos por qué) a un Christopher Plummer ya muerto para dicho papel, igual que apuesta por la versión napoleónica de Abel Gance, ante ésta, la de Ridley Scott, a la que ve como un esperpento. Gusto de los historiadores por el polvillo y los vejestorios.
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Todos los suyos me parecen, no obstante, disparos asestados con justa razón, pero todos inútiles —salvo uno— desde un punto de vista cinematográfico. Tomo como ejemplo únicamente uno de los casus belli que tanto ha sido mencionado: Wellington y el Corso a bordo del acorazado HMS Bellerophon, cual es mostrado en el film de Scott. Por imberbe que fuese el espectador de esta obra, nadie creerá —o al menos se desatará su sospecha— que dicho encuentro tuviese lugar en la vida real. No es necesario que a ese espectador hipotético se lo expliquen: él lo sabe, pero transige con la fantasía, la acepta aun cuando mire una cinta basada en hechos históricos como es ésta, una obra que recoge a un personaje conocido por todos. Porque el pacto que se establece —como en todo arte— entre el espectador y lo que observa, es el pacto de la ficción que es el acuerdo de la credulidad, siempre y cuando ésta sea convincente y verosímil, no veraz y comprobable, cual lloriquean los historiadores que han objetado El Napoleón de Ridley Scott.
Contenida y lentamente, el personaje interpretado por Joaquin Phoenix muta de lo grotesco a lo dramático sin abandonar algo de cursi solemnidad, y conduce con ello la virtud cinematográfica de la cinta, la perspectiva de Ridley Scott. Es verdad que tal vez el film sea endeble en su concepción militar pese a traernos la que quizá sea la mejor batalla filmada en cine, la de Austerlitz, pero de lo que sí se resiente, como ha dicho uno de los historiadores lloricas, es de hacer abstracción del contexto político, de la explicación de los sucesos que conducen el ascenso y caída del Emperador, lo que resta fluidez a la comprensión y continuidad de los acontecimientos.
Quizá ha molestado a las buenas conciencias que se presente al Corso en su debilidad, que la película exponga la visión personal de Scott, que camine de lo cómico a lo dramático y de ahí al sarcasmo. Porque, al menos en varias de sus escenas, el film es satírico, y vale que así sea. Parecería que algunos no han disfrutado antes del Casanova de La nuit de Varennes de Scola o del envarado y fálico Casanova de Fellini en el filme del mismo nombre (seguido de su respectivo apellido).
Concluyo: El Napoleón de Ridley Scott cumple el cometido del buen cine y quizá por ello ha gustado al pueblo llano, inclusive en Francia. Ha complacido al tercer Estado y sacia el deber de toda cinta: volver a hacernos niños, sentir, ver y emocionarnos como niños. Y conducirnos a esperar más, incluso cuando en la pantalla leemos que las palabras finales del gran Corso a la hora de su muerte fueron éstas y no más que éstas:
—Francia, el ejército, el jefe del ejército. Josefina.
Francisco X. Estrella (1974) es escritor.
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